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Actualizado: 2 de julio de 2025
A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor sacerdote. ¡Un sacerdote a mí! Que entre. Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa.
Mucho discurrió Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que su mujer, dándose por medio difunta, tuviera aquellas reconditeces nada despreciables, aunque pálidas y de una suavidad que, al acercar la piel a la condición del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia viva.
La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna.
Una tarde que Emma le arrojó de su alcoba por haber confundido los ingredientes de una cataplasma ¡caso raro! , Bonifacio entró en la tienda de paños más predispuesto que nunca a la voluptuosidad de los recuerdos. Don Críspulo estaba en su asiento privilegiado. La viuda hacía calceta enfrente del relator. Ambos callaban.
A Mochi se le antojó de repente volverse a contaduría, donde había dejado algún dinero, y como no se fiaba de la cerradura... «Id andando», dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y de Mochi, que era la misma, estaba lejos; había que seguir a lo largo todo el paseo de los Álamos para llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar. A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió del brazo de su amigo sin decir palabra.
En cuanto las damas cambiaron algunas palabras, el banquero se acercó a ellas con Bonifacio y empezó a embromar con acento cariñoso a su esposa sobre el traje. ¡Vaya un talle que me gasta mi mujer!... Chica, aunque no quieras oirlo te diré que te vas ajamonando a pasos de gigante.
El barco en cuanto alijaron un poco salió, porque según dice Valentín, el bajo era de arena; el pobre Bonifacio fue el que se quedó allí debajo del agua. Maximina, por supuesto, no sabe lo del tiro; cree que su padre se murió en Manila de enfermedad. Como se quedó sola sin padre ni madre, nosotros la recogimos del colegio donde estaba, y la hemos traído para casa. ¿Qué íbamos a hacer?
Bonifacio no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto su mujer dio por terminada la luna de miel, que fue bien pronto, como se encontrase él demasiado libre de ocupaciones, porque el tío mayordomo seguía corriendo con todo por expreso mandato de Emma, se dio a buscar un ser a quien amar, algo que le llenase la vida.
A las doce y media, a la luz de la luna, en mitad de la plaza del Teatro, hablaban con el tono de las confidencias misteriosas, íntimas e interesantes, Serafina, Julio y Bonifacio.
Aunque era seguro que Emma había llegado a saber que su esposo era o había sido amante de su amiga la Gorgheggi, y hacía la vista gorda, al fin no había que estirar la cuerda; tal vez si se desafiaba su dignidad de esposa burlada, pensaba y decía a su cómplice Bonifacio, tal vez estallase la cuerda y hubiese una de pópulo bárbaro.
Palabra del Dia
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