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Actualizado: 2 de julio de 2025


El timbre dulzón, nasal podría decirse, monótono y manso del melancólico instrumento, que olía a aceite de almendras como la cabeza del músico, estaba en armonía con el carácter de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza a que le obligaba el tañer, inclinación que Reyes exageraba, contribuía a darle cierto parecido con un bienaventurado.

Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la intimidad conyugal.

Emma, cada día más aprensiva y más irascible, exigente y caprichosa, había llegado a complicar el tratamiento de sus enfermedades reales e imaginarias hasta el punto de que, el mismo Bonifacio, a pesar de su gran retentiva y experiencia, había necesitado recurrir a un libro de memorias en que apuntaba las medicinas, cantidades de las tomas y horas de administrarlas, con otros muchos pormenores de su incumbencia.

Estaba seguro, porque se lo decía la conciencia, de que pocas horas más tarde, cuando el cuerpo estuviese repleto y la fantasía excitada por el vino y el café, y acaso por la música de Minghetti y Emma, de nuevo sería él aquel Bonifacio corrompido, complaciente, bien hallado con la especie de amor libre que se le había metido en casa.

Bonis vio que se seguía hablando de los Valcárcel, de si el niño se parecería a su abuelo, si sería abogado, si sería jugador, como tantos otros de su familia; se amontonaban los recuerdos del linaje, buenos y malos. Nadie se acordaba de los Reyes pretéritos para nada. Antonio seguía llorando, y a Bonifacio le faltaba poco. «¡Su padre! ¡Su madre! ¡Si vivieran! ¡Si estuvieran allí!».

Señorita Blanca, presento a usted mis más sumisas manifestaciones de respeto y admiración dijo el doctor de las Vueltas, entreabriendo su boca como un pimpollo. ¡Oh, doctor! tantas gracias contestó Blanca. Es usted la reina del baile. Lleva usted mis parabienes, Blanca...¡aaah!...¡está usted espléndida... aaah! decíale el compañero de don Bonifacio, arrullando alrededor de Blanca.

Aquella noche, por ejemplo, el doctor don Bonifacio de las Vueltas, amigo personal del doctor Montifiori, bella fortuna, bella posición política, en situación de servir y no de ser servido, había regalado qué yo qué par de estatuas imposibles, imitación bronce de pacotilla, mientras que mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, un hombre quebrado, en una situación desesperante de fortuna, había arrojado sobre la cabeza y el cuello de la linda novia una cascada de perlas y de diamantes.

Lo de los cincuenta duros, lo de los seis mil reales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno y Nepomuceno la habían puesto al cabo de la calle! ¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la fantasía!», pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna aquello no era más que un cuadro imaginado.... Pero la realidad podría llegar a parecérsele.

El colmo del heroísmo, ; pero absurdo. Y se acostó y apagó la luz, entregándose a sus remordimientos, que ya iban siendo una costumbre casi necesaria para conciliar el sueño. Antes de dormirse resolvió esto: que, sucediera lo que sucediera, él, Bonifacio Reyes, no pediría ni un cuarto más al tío de su mujer.

Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la puerta de la calle. Se iba a una tienda.

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