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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Goethe, Schiller, Beethoven, fueron súbditos de pequeños principados. Recibieron la influencia de otros países, contribuyeron á la civilización universal, como ciudadanos del mundo, sin ocurrírseles que el mundo debía hacerse germánico porque prestaba atención á sus obras. El zarismo había cometido atrocidades.
El piano sonó también casi todo aquel día, y al siguiente la señora marquesa, acompañada del caballero cacoquimio, del niño músico, de las dos criadas extranjeras y del perro, partió para Córdoba; y el caserón de Aransis se quedó otra vez solo, frío, obscuro, mudo, como inagotable arca de tristezas que, después de saqueada, conserva aún tristezas sin número. Capítulo X Sigue Beethoven
Y estrechaba las manos de la joven, que, aturdida por las palabras de Gabriel, no sabía qué decir y lloraba dulcemente. Arriba, en el piso alto de las Claverías, seguía sonando el armónium del maestro. Luna conocía aquella música. Era el último lamento de Beethoven, el «es preciso» que cantaba el genio ante la muerte con una melancolía que causaba escalofríos.
La música religiosa en España ha marchado paralelamente con la ópera italiana, cosa que ignoran esos señores canónigos que se indignarían si en una misa les tocase algo de Beethoven, por considerarlo profano, y escuchan con unción mística fragmentos que han rodado hace años por los teatros de Italia. ¿Y el canto llano?, preguntará usted. El canto llano tiene su nido en esta Primada.
La habitación contenía toda la fortuna del artista: una cama de hierro, que era aún la del Seminario, un armónium, dos bustos de yeso de Beethoven y Mozart y un montón enorme de paquetes de música, de partituras encuadernadas, de hojas sueltas de papel pautado, pero tan grande, tan revuelto y confuso, que con frecuencia se desplomaba, invadiendo con blanco aleteo hasta los últimos rincones.
Pero esto no impedía que por las noches, cuando hacía sonar el violoncello, acompañado por ciertos amigotes de Valencia que venían a pasar con él algunos días, todos gente greñuda y estrambótica, que hablaban un lenguaje raro y nombraban a un tal Beethoven con tanta unción como si fuese San Bernardo, el patrón de Alcira, la gente se agolpase en la calle, siseando para que caminasen más quedo los que poco a poco se aproximaban, y abríanse cautelosamente balcones y ventanas ante los prodigios del endemoniado doctor.
Beethoven estaba en aquel ingente librote, que por lo grande, lo revuelto, lo obscuro, tenía algo de mar; allí estaba su turbulento genio escondido debajo de mil líneas, puntos, rasgos, tildes y garabatos que parecen oscilar, encresparse y confundirse con la rítmica hinchazón de las olas. En la superficie alborotada de un libro de sonatas difíciles, sólo es dado navegar al músico experto.
Marta disentía de su padre en sus amores musicales; estaba por Beethoven; en lo que estaban de acuerdo era en la necesidad imprescindible de hacer una fortuna, o media, a más no poder.
Repasaba, pues, al piano Susana la sonata de Beethoven, en el saloncito de música, y pensaba en su empresa y en su primo. ¿Eran las tres, las cuatro, las cinco? No lo sabía; debía ser tarde, porque después del almuerzo, se puso a copiar unos documentos de don Bernardino con su letra clara y redonda, y esto le tomó mucho tiempo.
Quisiera que tocases la novena sinfonía de Beethoven, esa obra que tanto me gusta... Yo pienso que me tranquilizaría más que la tila y el azahar. ¡Pero eso no es molestia, hija mía! Es un placer replicó riendo el caballero. Y abrazándola de nuevo y estampando un beso en su frente se alzó del asiento, se acercó al piano y lo abrió.
Palabra del Dia
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