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Actualizado: 12 de junio de 2025
Cuando acaba la pieza, Orsi se levanta sudoroso y Azorín le ofrece un refresco. No, no, Azorín contesta Orsi; tengo miedo... un poquito de cognac... El concierto vuelve a empezar. El arco pasa y repasa; el violoncello canta y gime. Un mozo discurre con una bandeja; la concurrencia se va retirando calladamente. Y el violoncello se queja discreto, sonríe irónico, parte en una furibunda nota larga.
El templo, adornado como ya sabemos por lo más selecto de la sociedad femenina de Peñascosa, estaba deslumbrante de lentejuelas, arañas y cirios. El día anterior había llegado una exigua orquesta de Lancia, compuesta de dos violines, una viola, un violoncello y un contrabajo, y con ella tres o cuatro cantores de la catedral.
Pero esto no impedía que por las noches, cuando hacía sonar el violoncello, acompañado por ciertos amigotes de Valencia que venían a pasar con él algunos días, todos gente greñuda y estrambótica, que hablaban un lenguaje raro y nombraban a un tal Beethoven con tanta unción como si fuese San Bernardo, el patrón de Alcira, la gente se agolpase en la calle, siseando para que caminasen más quedo los que poco a poco se aproximaban, y abríanse cautelosamente balcones y ventanas ante los prodigios del endemoniado doctor.
Bien necesitaba el pobre de cuidados. La patrona y sus viejas amigas lamentaban el estado del povero signor espagnuolo. Pasaba los días como un maniático, encerrado en su cuarto, el violoncello entre las rodillas, leyendo a Beethoven, su único pariente según él decía, el que jamás le había engañado. ¡Qué modo de hacer carrera!
La niña simple se sienta al piano; Orsi coge el violoncello, y lo limpia, y lo acaricia, y arranca de él agudos y graves arpegios. Luego se hace un gran silencio. El piano preludia unas notas cristalinas, lentas, lánguidas.
Aprendía rápidamente sus lecciones; acompañaba al piano el violoncello del papá, y así se pasaban los días toca que toca, revolviendo todo el inmenso montón de solfas que guardaban en el granero, junto con los libros malditos. Además, la pequeña mostraba cada día una voz más hermosa y sonora. «Será una artista, una gran artista», decía el padre entusiasmado.
Y el violoncello comienza su canto grave, sonoro, melancólico, misterioso; un canto que poco a poco se apaga como un eco formidable, mientras una voz fina surge, imperceptible, y plañe dolores inefables, y muere tenue. Es el Spirto gentil, de La Favorita. Orsi inclina la cabeza con unción; su mano izquierda asciende, baja, salta a lo largo del asta...
Ello es que las manos lindas y blancas arrancan bellas melodías de las cuerdas de los violines y que una hermosa cabeza de diablescos ojos moriscos y negra cabellera, como una exótica flor rizada, se inclina graciosa sobre el puente del violoncello. Y el prestigio hechicero de la carne de la mujer hace temblar el beso en todos los labios.
Y entonces, en ese profundo silencio, Azorín ha dicho: Orsi, toque usted algo de Beethoven... la última sinfonía... estamos solos... Y Orsi ha contestado: Beethoven... Beethoven... Azorín, un poquito de cognac por Beethoven. Y el violoncello, por última vez, ha cantado en notas hondas y misteriosas, en notas que plañían dolores y semejaban como una despedida trágica de la vida.
Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos. ¡Cómo hay valiente pensaba él , que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede cantar!
Palabra del Dia
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