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Actualizado: 4 de mayo de 2025
El ruso, por una asociación de ideas, evocaba la imagen de su compatriota Miguel Bakounine, otro revolucionario, el padre del anarquismo, llorando de emoción en un concierto luego de oir la sinfonía con coros de Beethoven, dirigida por un joven amigo suyo que se llamaba Ricardo Wágner. «Cuando venga nuestra revolución gritaba estrechando la mano del maestro y perezca lo existente, habrá que salvar esto á toda costa.»
De igual modo las sonoridades exquisitas de Wagner y su escuela deleitan el oído, pero no sacuden nuestra alma como la voz elocuente de Beethoven ni la hacen pasar alternativamente de la tristeza á la alegría como la musa encantadora de Haydn. Para hallar una armonía perfecta entre el fondo y las figuras y en general entre todos los elementos de la composición es preciso acudir á los griegos.
Víctor Hugo es mi dios... dijo de pronto Ojeda interrumpiendo su murmullo poético, como si no pudiese contener más tiempo esta declaración . Y Beethoven también lo es. Ella le miró con ojos suplicantes, implorando una palabra que podía unirlos con un nuevo afecto. ¿Y Wagner?... Fernando vaciló. No tenía la serenidad olímpica, la majestad simple de los divinos.
Comprendí que no me gustaba la música sino el músico, y que a él le pasaba lo mismo respecto de Blanca. No se le daba un bledo de Beethoven; pero estaba enamorado de Blanca, y hasta las cosas que le eran antipáticas le gustaban en la mujer amada. Juno terminó su horrible sonata, y Pablo dijo en un arranque de entusiasmo, cuyo oculto motivo comprendí: ¡Qué genial ese Beethoven!
Le causaba horror; mas por lo mismo volvió a mirar la aborrecida imagen, porque el odio tiene también sus embebecimientos. No bastaba destinar al fuego la cartulina. Era preciso descuartizar primero al reo. La marquesa rompió en menudos pedazos el retrato. ¡Cómo se reía entonces Beethoven! Su alegría era como la de Mephisto disfrazado de estudiante.
Lo vio Fernando asomar la cabeza por la puerta de una escalera tímidamente. Después de largos titubeos avanzó al fin con cierto encogimiento. Vestía un traje blanco, rutilante, majestuoso, sobre el cual parecía destacarse con mayor relieve la fealdad grandiosa de su cara, a la que encontraban algunos cierta semejanza con la de Beethoven viejo.
Entonces Zoraida o Carmen, con cierta suave violencia, se lo quitaban. ¿Por qué? les preguntaba sorprendida. Ellas callaban, mirándose. Zoraida, que era música, solía sentarse al piano y ejecutaba con maestría motivos de Chopin o de Beethoven. A veces lo hacía como jugando, interrumpiéndose a cada rato por seguir la conversación de sus hermanas.
Por supuesto que era absolutamente innecesario que dicho señor perdiera las dos manos, pero como no me gustaba nada su manera de interpretar Beethoven, decidí cortar el mal de raíz; y perdóneme esta ligera plaisanterie. Por aquel tiempo conocí a Matilde. No recuerdo si fué en un baile en el palacio de la Princesa Dorodinski, o si fué en las carreras de caballos.
Nos gusta más Homero, ciego y vagabundo; Cervantes, que, según la gente, no tuvo qué cenar cuando terminó el Quijote; Shakespeare, cómico de lengua y empinando el codo en las cervecerías; Beethoven, pobre sordo... y Colón, muriendo de hambre sobre unas pajas, sin haber recibido blanca por sus descubrimientos.
Interpretaba al piano con envidiable maestría las más delicadas melodías de Beethoven, y fotografiaba con su cáustico lápiz, ó su correcta pluma, las costumbres filipinas. El tiempo que le dejaba libre el cuidado de un magnífico cafetal, lo repartía entre el amor de su esposa, el cariño de sus hijos, el estudio, y el preparado y conservación de sus colecciones.
Palabra del Dia
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