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El toro, cada vez más furioso por el engaño, acometía al lidiador, y éste repetía los pases de muleta, moviéndose en un limitado espacio de terreno, enardecido por la proximidad del peligro y las exclamaciones admirativas de la muchedumbre, que parecían embriagarle. Gallardo sentía junto a él los bufidos de la fiera; llegaban a su diestra y a su rostro los hálitos húmedos de su baba.

Por la noche, cuando don Ramón, rendido por la lucha con el insaciable demonio que le arañaba las entrañas, roncaba dolorosamente con un estertor que silbaba en sus pulmones y un reguero de baba en los tristes bigotes, doña Bernarda, incorporada en la cama, los flacos brazos sobre el pecho, le miraba ceñuda, con unos ojos que parecían apuñalarle y rogaba mentalmente: ¡Señor! ¡Dios mío! ¡Que se muera pronto este hombre! ¡Que acabe tanto asco!

«Si es usted elegantísima... si cuanto usted se pone resulta maravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga... A todo el mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir, oscurece cuanto se le pone al lado». Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para qué decirlo.

Así: «cultivan», como si fuera muy hermoso y muy digno entregarse a todas las apatías y contaminar a cuantos nos rodean con la baba de nuestras tristezas o de nuestras preocupaciones, en vez de levantar el espíritu, por el propio esfuerzo, y simular, si es necesario, una alegría que nos haga amables o cuando menos que no nos convierta en motivo de pena para nuestros íntimos y para cuantos tenemos que frecuentar.

Apenas veía la chiquilla a Perucho, brillaban sus ojuelos, y de su boca entreabierta salía, unido a la cristalina y caliente baba de la dentición, un amorosísimo gorjeo.

Ya no le pesa, antes se regocija, de que Juanita no sea monja, porque la quiere mucho y se le cae la baba cuando la ve tan hermosa y cuando oye su dulce voz y sus discretas razones. Doña Inés, no obstante, sigue siendo su preferida, por lo mística que es y por la mucha teología que sabe.

A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los conciertos al aire libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento estaba con la vida Quintanar!

Era un cariño ciego el que le tenía: lo mismo era verle, que sus bracitos se agitaban de alegría, lanzaban chispas de gozo los ojos, y pedía con toda la fuerza de sus pulmones que trajesen a Michel, o le diesen a ella la muerte. Así que le tenía cerca, le tiraba por los cabellos hasta hacerle llorar, en señal de admiración, o bien llenaba su rostro de baba.

A su padre se le cae la baba con estas cosas de Maravillas, sobre todo cuando le ve echar desprecios, a su modo, sobre el viejo resabio de «las clases», tan arraigado en Villavieja; y Maravillas, en tanto, teniendo a menos decir de quién es hijo, y pegándose como una lapa a lo que aquí se tiene por aristocracia de la población, que no sabe, a la hora presente, si temerle, si admirarle o si reírse de él; porque en Villavieja ha habido siempre muy poco entusiasmo por las ideas políticas y filosóficas.

¿Se parece? preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice. ¡Que si se parece! observó Barbarita tragándole con los ojos . Clavado, hija, clavado... ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando tenía cuatro años.