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Actualizado: 10 de julio de 2025


Pronto conseguí separar las manos de mi enemigo, que me oprimían, y le abrumé a mojicones. Mas, de repente, vi brillar un arma en su mano, y casi al mismo tiempo sentí hacia la cadera como la impresión de un alfilerazo. Me arrojé de nuevo sobre él y le sujeté la mano en que tenía la navaja. ¡Cobarde, suelta esa navaja! le decía.

Y, no contento con esto, me arrojé sobre él con rabia, dirigiéndole con los golpes mil denuestos: ¡Canalla! ¡Granuja! ¡Tío indecente! Suárez, repuesto un poco, me echó las manos al cuello, y comenzamos a forcejear furiosamente. Los dos estábamos bastante cargados de alcohol; pero yo era más alto y más fuerte.

He puesto entre nosotros el único obstáculo que puede separarnos sin idea de retorno. Me arrojé a sus pies, la tomé las manos sin que resistiera, sollozando. Tuvo un momento de debilidad que le cortó la palabra, retiró las manos y me las volvió a dar tan pronto como hubo recobrado su firmeza. Yo haré todo lo posible por olvidarle. Usted olvídeme. Eso le será más fácil todavía.

Ah, señor, ¡qué fortuna que no haya partido! Tome esta carta. Reconocí la letra del señor Laubepin. Me decía en dos líneas que la señorita de Porhoet estaba gravemente enferma y que me llamaba. No me tomé sino el tiempo necesario para mudar caballos y me arrojé en la silla, después de haber decidido á Alain, no sin trabajo, á que se sentara frente á . Entonces lo aturdí á preguntas.

Me desnudé del estrecho egoísmo y arrojé lejos de el amor propio sin anhelar ya gozarle complacido y sin el temor ya de sufrirle lastimado. Conforme hubiera estado desde entonces mi voluntad, con la voluntad del Altísimo, si un obstáculo, que me pareció insuperable, no se hubiera opuesto. Con este obstáculo he tenido que trabar tremenda lucha.

Vámonos, vámonos; estás libre; he traído la orden yo misma, y nadie puede impedirte que salgas; nadie, como no sea Dios, me volverá á separar de ti. ¿Quién te ha dado esa orden, Clara mía? dijo don Juan acordándose á pesar de todo de la pobre Dorotea. ¡La reina! contestó doña Clara ; no por qué medio: anoche yo me arrojé en balde á los pies de su majestad: en balde la reina suplicó al rey.

Necesité mucho tiempo para descifrar tan sólo el título: leía Ifigenia. Entonces, con un brusco movimiento de espanto, arrojé el libro lejos de , a un rincón, como si hubiera tenido en mi mano un carbón encendido. Al anochecer los dolores de Marta parecieron acentuarse. Repetidas veces lanzó un grito estridente, retorciéndose en convulsiones.

»Yo me arrojé a sus pies y le supliqué que hiciese traer y educar en el castillo al pequeño Carlos, que era de mi edad, próximamente. Esperando su contestación, Gerardo no respiraba; y yo, pálida y conmovida, temblaba de pies a cabeza.

Díle pronto que le amo, que le idolatro; que su beso vale más que todas las satisfacciones y vanaglorias; que su amor me enamora; que la belleza divina de su alma excede para a toda la belleza de las demás criaturas de Dios. ¡Que yo le vuelva a ver, cielos santos! ¡Que yo me arroje a sus plantas y le pida mil veces perdón! ¡Que yo le pague el beso que me dió dormida, exhalando mi alma, infundiéndola en la suya con un beso eterno... infinito!

Pero me ha prometido que en cuanto llegue mi mujer y se arroje en mis brazos, formidable estruendo rasgará las nubes, y una bandada de alados serafines bajará para llevarnos, a Matilde y a , al paraíso. A MARGARITA DE LA PE

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