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Actualizado: 6 de septiembre de 2024
¡Ah! ¡El Blutfeld! dijo Juan Claudio ; sí, sí, una historia antigua; me parece haber oído hablar de eso. Yégof se puso rojo, los ojos se le encendieron, y exclamó: ¡Te vanaglorias de tu triunfo! Bien; pero ten cuidado, ten mucho cuidado: la sangre pide sangre.
Nunca, en esos pequeños pueblos nuestros donde los hombres se encorvan tanto, ni a cambio de provechos ni de vanaglorias cedió Juan un ápice de lo que creía sagrado en él, que era su juicio de hombre y su deber de no ponerlo con ligereza o por paga al servicio de ideas o personas injustas; sino que veía Juan su inteligencia como una investidura sacerdotal, que se ha de tener siempre de manera que no noten en ella la más pequeña mácula los feligreses; y se sentía Juan, allá en sus determinaciones de noble mozo, como un sacerdote de todos los hombres, que uno a uno tenía que ir dándoles perpetua cuenta, como si fuesen sus dueños, del buen uso de su investidura.
Díle pronto que le amo, que le idolatro; que su beso vale más que todas las satisfacciones y vanaglorias; que su amor me enamora; que la belleza divina de su alma excede para mí a toda la belleza de las demás criaturas de Dios. ¡Que yo le vuelva a ver, cielos santos! ¡Que yo me arroje a sus plantas y le pida mil veces perdón! ¡Que yo le pague el beso que me dió dormida, exhalando mi alma, infundiéndola en la suya con un beso eterno... infinito!
Palabra del Dia
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