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Las fuentes guardaban todavía sus barbas de hielo; la tierra se desmenuzaba bajo el pie con un crujido de cristal; las charcas tenían arrugas inmóviles; los árboles, negros y dormidos, conservaban sobre el tronco la camisa de verde metálico con que los había vestido el invierno; las entrañas del suelo respiraban un frío absoluto y feroz, semejante al de los planetas apagados y muertos... Pero ya la primavera se había ceñido su armadura de flores en los palacios del trópico, ensillando el verde corcel que relinchaba con impaciencia: pronto correría los campos, llevando ante su galope en desordenada fuga á los negros trasgos invernales, mientras á su espalda flotaba la suelta melena de oro como una estela de perfumes.

Su padre lo había confiado a un profesor del Seminario. ¿Sabía don Jaime dónde era el Seminario?... Hablaba el pequeño payés de él como de un remoto lugar de tortura. Ni árboles, ni libertad, ni aire apenas: la vida no era posible en aquel encierro.

Lubimoff pasó más de una hora, muellemente hundido en un sillón del bar, oyendo á Castro. Las ramas de los grandes árboles de la terraza arañaban dulcemente los vidrios de las ventanas en la penumbra del crepúsculo. Atilio exteriorizó su melancolía lamentando la parquedad del .

Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vió espaldas de este color huyendo hacia la salida del parque, filtrándose entre los árboles, cayendo en mitad de su carrera alcanzadas por las balas. Muchos de los asaltantes deseaban perseguir á los fugitivos y no podían, ocupados en desprender con rudos tirones su bayoneta de un cuerpo que la sujetaba en sus espasmos agónicos.

Los colores poco sobreviven, pues la mayor parte se disuelven y desaparecen. Aun las mismas madréporas sólo dejan su base, que diríase inorgánica, siendo no obstante la vida condensada, solidificada. Las mujeres, que tienen ese sentido mucho más delicado que nosotros, no se han engañado, presintiendo aunque confusamente que uno de dichos árboles, el coral, era una cosa viva.

Bajo el fulgor de las primeras estrellas los soldados se agrupaban como orfeonistas, formando con sus voces un coral solemne y dulce, de religiosa gravedad. Encima de los árboles flotaba una nube roja que la sombra hacía más intensa. Era el reflejo del pueblo, que aún llameaba. A lo lejos, otras hogueras de granjas y caseríos cortaban la noche con sus parpadeos sangrientos.

Permaneció siempre en lamentable abandono; pero la última corporación municipal había llevado a cabo en él magnas reformas que le habían valido los aplausos de los espíritus innovadores: un paseo, algunos jardinillos alrededor y una calle enarenada entre los árboles, que le ponía en fácil comunicación con la ciudad.

También abundaban allí los casuarines, o árboles de la goma, y los bambúes, que formaban extensos bosques.

Catalina ya sabía que diciendo ese demonio, o ese diablo, se referían a Martín. Carlos alguna vez le había dicho a su hermana: No hables con ese ladrón. Pero a Catalina no le parecía ningún crimen que Martín cogiera frutas de los árboles y se las comiese, ni que corriese por la muralla.

Dejaron los sembrados y empezaron a caminar por las praderas cortadas aquí y allá por grupos de árboles, esmaltadas de florecitas blancas, amarillas, rojas. Por entre estos macizos de florecitas silvestres asomaba de vez en cuando el lomo turgente de una roca enorme, como un gigante que durmiese oculto entre ellas. Se aproximaba el crepúsculo.