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Juanito habíase metido en el piso bajo, donde reinaba gran algazara por estar reunidas las criadas de la casa con las de las familias invitadas. Amparito llevaba a remolque a su antiguo novio. Vamos a ver; ¿qué hacemos...? Podemos dar un paseo por la montaña.

Conque no tuerzas el gesto, niñito mío; quedamos en que serán dieciséis mil.... ¡Ay, qué peso me has quitado de encima...! Había abandonado la mesa la familia y aún duraban los elogios a Visanteta por el mérito de la paella que les había servido, cuando comenzaron a llegar los amigos. Mamá gritaba Amparito desde la puerta de la calle , las de López, que vienen en su faetón. ¡Calle!

En los bailes de Carnaval había conocido a Fernando, un teniente de artillería, esbelto, con cintura de señorita, que en el teatro, durante los entreactos, rondaba por cerca de sus butacas buscando ocasión de saludarla con gracia marcial que encantaba a Amparito.

Amparito se puso colorada y le dirigió una tierna mirada de reconvención, volviendo después la vista a su padre, que por fortuna se hallaba de espalda paseando con don Mariano. Llegó la vez a Isidorito, teniendo la mala suerte de ponerse en berlina: ¡y allí fue ella para la señorita de Mory!

Rosalía la miraba de soslayo y no pudo menos de pasmarse de aquel pelo de cabra de un color tan original y bonito, y del aspecto decentísimo de la joven, bien enguantada y mejor calzada. «Es graciosilla» dijo para ; y se quedó con ganas de preguntarle dónde había comprado el pelo de cabra... Quizás Amparito se lo había mandado de Burdeos. ¡Luego llevaba un alfiler de pecho tan chic...! ¡Cómo se le fueron los ojos tras él a Rosalía!».

Hubo brega entre las dos hermanas sobre el mejor derecho a la posesión de Miss, y Concha la dejó caer, con tan mala fortuna, que chocando sobre la mesa aplastó un par de pasteles, y manchada con la espuma del merengue emprendió una furiosa carrera hacia el salón. ¡Mi pobre perrita! ¡Animal...! ¡la has muerto! gritó Amparito, como si hubiese ocurrido una desgracia.

Además, el porvenir de su hija, de su Amparito, estaba allí, y la viuda lanzaba una mirada de ansiedad maternal al extremo de la mesa, donde estaba la niña junto a Andresito, recibiendo con gestos de gatita mimosa los dulces y las palabras de su novio. Tras media hora de sobremesa, se disolvió la reunión.

Unas relaciones sin «sentido común». ¡Casar a Amparito, a la hija del doctor Pajares, con el hijo de Teresa, que había sido criada de doña Manuela! No; la familia no había llegado aún tan bajo, y aunque apurada, no estaba para emparentar con una fregona.

Abrumó a Amparito con abrazos asfixiantes y besos y lagrimones, que la arrebataron una parte del colorete; y después de esta molesta expansión, que dejó aturdida a la niña e hizo torcer el gesto a doña Manuela, dejóse caer de golpe en una silla, que crujió tristemente bajo las gigantescas posaderas.

Aunque se opusiera la mamá, ella se la llevaría a la fiesta mayor de Alboraya, para que todos vieran cómo estaba su Amparito y qué aire de señorío gastaba.