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Actualizado: 6 de junio de 2025
Un sentimiento de orgullo le invadía al contemplar a su familia tan esplenderosa en aquel ambiente cargado de luz y de perfume, y hasta ciertos instantes le faltó poco para llamar a Amparito y hacerle un cariñoso saludo.
Era asombroso este cambio de conducta; pero también lo era que el señor Cuadros, que antes medía telas en su tienda sin ambición alguna, tuviera ahora carruaje y todo el empaque pretencioso de un aspirante a millonario. Ven conmigo, Andresito. Vamos a dar un paseo. Sí añadió la mamá , acompaña a Amparito. Reúnete con la gente joven.... ¡Qué diablo! A tu edad....
Y la viuda de Pajares, que tan mal había hablado de Teresa, su antigua criada, hacía ahora elogios de ella como si fuese una amiga de la infancia. A las tres salía la familia con dirección al Mercado. Concha y Amparito llamaban la atención con sus vestidos de vivos colores y las capotitas de paja, que hacían lucir sobre su cabeza toda una pradera de flores y musgo.
Ciertas mañanas, llegaba muy contento a la hora de comer; sus hermanas le oían cantar paseando por las habitaciones, y ¡caso raro! él, tan despreocupado en materias de adorno, enfadóse dos veces porque le planchaban mal las camisas, y pidió seriamente a la mamá que le comprase una corbata, pues la que llevaba era un asco, de deshilachada y mugrienta. Amparito reíase en las narices de su hermano.
Entre aplausos y risas bailó con Amparito, mientras su hijo los contemplaba enternecido, renegando tal vez en su interior de su condición de poeta soñoliento y enemigo de superfluidades, que no le permitía aprender cómo se mueven las zancas en el vals, ¡El mismo demonio era el señor Cuadros, a pesar de sus años y del enorme bigote!
Y las tres mujeres, con el cerebro embotado por el choque de confusos pensamientos, arrastrando sus hermosas faldas, que olían a cuadra, subieron lentamente la escalera, como agobiadas por el dolor. Amparito, en otras ocasiones la más risueña y juguetona, era la que ahora lloraba como una niña, Su madre había tenido que sacarla de la infecta cuadra cogiéndola del brazo.
Amparito Ciudad sostenía que la guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el hermoso cabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad de aligerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un término medio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oían frecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.
Primero, habían hablado del tiempo, riéndose de los arabescos caprichosos que trazaban las gotas de lluvia escurriéndose por el cristal; pero el joven, pálido y tembloroso, como si le atormentase algún pensamiento oculto, guiaba la conversación insensiblemente, y Amparito se dejaba arrastrar, segura de que por cualquier camino llegaría siempre adonde ella deseaba.
No estaba mal aquello, para ser obra de gente tan ordinaria como el cafetinero y sus cofrades. Los monigotes eran siete bebés colosales, que componían una orquesta abigarrada, y en el centro, un caballero de frac y batuta en mano. ¿Qué intención oculta tenía aquello? Pero Amparito soltó la carcajada inmediatamente. El tupé descomunal y grotesco del director de orquesta se lo explicó todo.
La menor, Amparito, dieciocho años; linda cabeza de bebé, boca graciosa, hoyuelos en la barba y las mejillas, un puñado de rizos sobre la frente y ojos que en vez de mirar parecían sonreír a todo, revelando el inmenso contento de ser joven y que la llamasen bonita.
Palabra del Dia
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