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Actualizado: 15 de junio de 2025
Allí donde el poeta no encontraba sino una voluntad ciega incapaz para el bien, la piadosa niña veía un Dios providente y misericordioso, tan misericordioso como terrible, que acogía en su seno a los buenos y mandaba a los malos a penar eternamente; un Dios que, como nosotros, se ablandaba con las súplicas y las lágrimas.
En cambio, don León acogía con indulgencia y agrado los primeros vagidos de mi musa: escuchábalos atentamente y los proponía, como dignos de imitarse, a los discípulos. No pocas veces, leyéndole alguna composición, se sintió interesado vivamente hasta el punto de acercar más la silla, inclinar el cuerpo y exclamar con vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me deleita!»
Rosa estaba risueña y jovial, tan viva de lengua y de ademanes como siempre. Tomás, cuando le veía, que eran pocas veces, le acogía con el mismo tono entre respetuoso y zumbón que tan mal le sabía en el fondo. Al cabo supo lo que pasaba, de un modo casual.
Algunas noches oía lejanos y vagos, al través de los gruesos muros, lamentos y sollozos en las mazmorras inmediatas. Una mañana le despertaron varios truenos, a pesar de que un rayo de sol se filtraba por el ventanillo. Oyendo a los carceleros en el inmediato corredor, comprendió el misterio. Habían fusilado a algunos de los presos. Luna acogía como una felicidad la esperanza de la muerte.
El aperador acogía con inocente satisfacción todos los elogios de su amo a la novia. Al fin, era como un hermano suyo, y este parentesco enorgullecía a Rafael. Bandido le decía el señorito con cómica indignación, en presencia de la muchacha.
La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido.
En el mismo momento que el santo decidió dedicarse á Dios, tembló el suelo y se estremeció toda la casa, quedando esta abertura como recuerdo. Era el demonio que acogía de este modo la resolución del santo. Sería de rabia dijo Aresti con gravedad imperturbable. De rabia y de miedo contestó el hermano con modestia. Tal vez el maligno tembló, adivinando que el santo iba á fundar nuestra Orden.
Jaime aún recordaba los estremecimientos de emoción con que acogía estos relatos. ¡Ah, Sóller! ¡La época de santa inocencia, en que abrió sus ojos a la vida entre relatos de milagros y conmemoraciones de luchas heroicas!... La casa de la Luna habíala perdido para siempre, lo mismo que la credulidad y la inocencia de aquella época para él casi remota.
El señor Fermín extrañábase de la indignación con que la hermana del marqués acogía sus originalidades. ¡Un hombre así, no debía morirse nunca!... Pero, al fin, murió.
Sin embargo, la capillita en cuestión tenía aún sus fieles, escasos, pero tenaces; aldeanas viejas apegadas a las antiguas costumbres como a las antiguas modas, y que iban a quemar un cirio por la curación de alguna enfermedad, rudos pescadores que en la tormenta han puesto su confianza hereditaria en la Virgen que acogía los votos de sus padres, y jóvenes prometidos, supersticiosos como todos los enamorados, que van a encender dos cirios juntos cuya llama más o menos viva es el símbolo de su amor.
Palabra del Dia
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