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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Y Marta no sabía salir de ahí «¡te pierdo, te pierdo para siempre!» No sabía salir porque era lo único que en aquel instante llenaba su corazón, un corazón que jamás se equivocaba. Acostumbrada a dejarse dictar creencias y opiniones, Marta aceptaba sin rebelarse la de que su hermana obraba bien al encerrarse en un convento. Pero era señora absoluta de su corazón. Allí no mandaba nadie.
Aceptaba las explicaciones moviendo la cabeza con gesto de inteligencia, comprendiéndolo todo inmediatamente, para olvidarlo en seguida y repetir una hora después las mismas dudas. Sin embargo, empezó á mostrar una sorda hostilidad contra su hermana.
Llegó hasta sus oídos el repiqueteo de una campanilla, el rumor de la gente al arrodillarse o al ponerse de pie, y una voz conocida, la voz del tío Ventolera, lanzando en tono cantable las respuestas de la misa con el estridor de su boca sin dientes. La gente aceptaba sin reírse estas ingerencias de su locura senil.
Esta intimidación no producía terror: la gente aceptaba la visita como un espectáculo extraordinario é interesante. En vano los aviadores dejaban caer sobre la ciudad banderas alemanas con irónicos mensajes dando cuenta de los descalabros del ejército en retirada y de los fracasos de la ofensiva rusa. ¡Mentiras, todo mentiras!
Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballerescos en los que su primogénito rasgaba siempre la piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte.
Y al fin, el imponente automóvil emprendió la marcha hacia el Sur, llevando á doña Luisa, á su hermana, que aceptaba con gusto este alejamiento de las admiradas tropas del emperador, y á Chichí, contenta de que la guerra le proporcionase una excursión á las playas de moda frecuentadas por sus amigas. Don Marcelo se vió solo.
Ciertamente que en todo eso no le guiaba, sino el deseo de conciliar el derecho más estricto, con la justicia; sin embargo, no pudo dejar de pensar que, si aceptaba esta proposición la Administración central, habría de sentir él un gran placer en comunicarlo así a la señora Liénard.
Luego fue él quien se sorprendió, preguntando con sorda irritación para desentrañar los misterios del pasado. ¿Qué existencia había sido la de Teri antes de que ellos se conociesen? ¿Por qué murmuraban tanto de su vida en aquella corte septentrional? ¿Por qué se había separado de su marido?... Debía hablar sin miedo; él lo aceptaba todo por adelantado: no había sido en su tiempo.
Isidro esperaba una explosión de llanto, la protesta de una repugnancia instintiva, y quedó asombrado al ver la inmovilidad del rostro de Feli, sus ojos fijos y tristes puestos en él. Tras una larga pausa, bajó la cabeza en señal de asentimiento. Sí que aceptaba: iría al hospital, pero sin participar de los optimismos del joven.
De todas maneras, ya pensaba don Simón pedir, con cierto tino y cuando cayera la pesa, los necesarios informes a persona que pudiera dárselos. Por de pronto, consultaba con él algunos puntos que debía tocar en su discurso, y aceptaba agradecido las enmiendas que le hacía y los consejos que le daba acerca del uso de ciertas frases y determinados arranques.
Palabra del Dia
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