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Actualizado: 20 de junio de 2025
¡Mentira! Tú te dijiste: «Vaya unas horas oportunas que tiene mi mujercita para visitarme.» Y echaste de menos en seguida tu hermoso sueño interrumpido. ¡Qué idea! Al contrario; por ver estos ojos divinos, por acariciar estos cabellos de oro, por besar estas manos de nieve y de rosa velaría yo toda la vida. No seas embustero.
Sin embargo, no llevan la religión hasta acariciar contra sus cuerpos los animales que nacen y se desarrollan al dulce calor del agua termal. Existen bonitas culebras, muy numerosas en algunas fuentes.
Sólo tú, sólo tú, virgen del cielo, puedes reverdecer mi vida muerta; tú regalarme puedes el consuelo, y puedes alegrar mi triste duelo y restañar mi herida siempre abierta. ¡Oh! en tí está mi esperanza; no la mates; déjame acariciar mis ilusiones, y no me arranques ¡ay! no me arrebates la dicha que me anima en los combates y rompe de mi mal los eslabones.
¡Adelante, mi fiel Iscar! ¡ya lo ves, el mar está azul y el oleaje viene a acariciar dulcemente tu ancho pecho, blanqueado por la espuma! ¡Adelante! ¡tú hundes en el agua límpida tus narices que se abren temblorosas! y tu larga crin se cubre de perlas brillantes como gotas de rocío. ¡Adelante! mueve aún tus corvas vigorosas que hienden las olas.
Ya se sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al Pituso y tomarlo por hijo, y sintiendo más fuerte e imperioso en su alma el anhelo de la maternidad, dio en proteger a la preciosísima y cariñosa hija de Mauricia la Dura. Para Jacinta no había goce más grande y puro que acariciar un pequeñuelo, darle calor y comunicarle aquel sentimiento de bondad que se desbordaba de su alma.
Experimentaba cierta satisfacción en amaestrar una yegua pía, a la cual podía pegar o acariciar a su antojo, lo que no podía hacer con su señora. Al penetrar en la cuadra, reconoció a cierto caballo tordo que acababan de entrar, y mirando un poco más allá vio a su dueño. Saludole cordial y sinceramente, correspondiendo Melín bastante hoscamente.
Su sorpresa aumentó más todavía cuando apareció la visitante: era Adriana. Lucía, que no había cesado de acariciar la cabeza de Muñoz, se levantó enrojeciendo, mientras él clavaba la mirada, fijamente, en la figura de Adriana. Esta demostraba una extraordinaria agitación. Procuraba sonreír. ¡Ya ve, Muñoz, que no lo olvidan! exclamó Lucía.
Considera que tu padre es ya muy anciano, que pronto acaso tendrá que rendir el inevitable tributo que a la naturaleza rendimos todos, y que te dejará dueño de un nombre respetadísimo en este país y de cuantiosos bienes de fortuna. ¡Cuánto se alegraría tu padre de ver, en vida, asegurada en más extenso porvenir su sucesión y en contemplar y acariciar a los legítimos y preciosos nietos que tú puedes y debes darle!
Su blanca barbilla de chivo viejo estremecíase de entusiasmo al acariciar aquellas gargantas vírgenes que, según él, le pertenecían. «¡Todo por el arte!» Y esta divisa de su vida le hacía simpático al doctor Moreno. Ese Boldini quiere a mi Leonora como a una hija decía el médico cada vez que el maestro elogiaba la belleza y el talento de su discípula, profetizándola triunfos inmensos.
Bajo estas circunstancias menester era que ese imperio, largo tiempo la primera potencia política de Europa, decayese más y más en la estimación general, y que hasta el español más orgulloso no pudiese ya acariciar ilusiones opuestas á la decadencia de su patria. Esta situación lamentable de los negocios de España, como era de suponer, había de influir también en su literatura.
Palabra del Dia
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