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Actualizado: 30 de abril de 2025
La fachada era de agramillado y berroqueña del Guadarrama: tenía zócalo de granito con respiraderos de sótano, planta baja con descomunales rejas dadas de negro, principal de anchos huecos con fuertes jambas, recios dinteles y guarda polvos casi monumentales: sobre el balcón del centro, que caía encima del zaguán, ostentaba un enorme escudo nobiliario, ilustre jeroglífico compuesto por cabezas de moros, perros, cadenas, bandas y calderos; todo ello dominado por un soberbio casco de piedra caliza que el tiempo iba enrojeciendo con el chorreo de las lluvias mezclado a la herrumbre del balconaje.
Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía recriminándolo. Tocino, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en la villa. Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges gritó el capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían los obreros en sus reuniones.
Uno de sus amigos, libertino recalcitrante, díjole: Busca una amante en la Opera; ese teatro está de moda, todo el mundo va a él; se sabrá, hará ruido, y eso es todo lo que te hace falta. ¡Yo! murmuró Arturo enrojeciendo de indignación. ¡Mezclarme en una intriga de ese género!
¡Ah! exclamó Muñoz, enrojeciendo. ¿La conociste en casa de Charito González? ¿Tú vas a casa de Charito González? No; la conocí en casa de las Aliaga. Estoy seguro que dijiste... en fin ¿una amiga de Charito González? Yo conozco a todas sus amigas. No importa. Esta es la hija del hombre que se mató por la viuda de Aliaga. Muñoz ignoraba el suicidio del padre de Adriana.
A pesar de comprender que su indecisión no dejaba de ser algo ridícula, se llegó hasta ellas. Ambas, muy serias, le tendieron apenas la mano. ¿Adriana no está? Raquel miró a su compañera y respondió enrojeciendo: Creo que no... esta noche le fue imposible venir.
A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?...»
Entonces no cabe duda, murmuró fingiéndose distraído, toda esa es gente fantástica. Yo le preguntaré a Charito sobre sus amigas. No son mi tipo, te lo advierto... Así, agregó enrojeciendo otra vez, no habrá celos entre nosotros. Y se rió, con una penosa risa de sarcasmo. La conocí en casa de las Aliaga, repitió Julio. No haría nada por encontrarme con ella, precisamente porque me impresionó mucho.
Á la buena mujer, mientras sus dos hijos comenzaban á contender en este terreno, se le iban enrojeciendo los ojos, fenómeno que, en idénticas circunstancias, había observado de algunos días á aquella parte el tío Nardo con no poca sorpresa; y sabiendo por la experiencia que si no combatía la emoción á tiempo no podría disimularla, dió al diálogo otro giro diverso, preguntando al muchacho: ¿Te dió la carta don Damián?
Tú serás responsable de lo que ocurra. Y cuando más afligida parecía, la vista de un arroyuelo entre las peñas, de un árbol enorme, o del mar lejano ofreciéndose a través de la columnata de troncos, la hacían incorporarse en su asiento a impulsos del entusiasmo y sonreír, complacida, mientras unas lágrimas retrasadas se desplomaban de sus párpados, enrojeciendo su nariz.
¡Cómo! ¿Para qué sirve eso? dice el subprefecto, enrojeciendo y, echando con un ademán a aquel pájaro insolente, prosigue a más y mejor: Señores y queridos administrados prosigue a más y mejor el subprefecto. Y he aquí que en aquel momento se yerguen hacia él las flores desde la punta de sus tallos, y le dicen con dulzura: Señor subprefecto, ¿no advierte usted el gratísimo perfume que exhalamos?
Palabra del Dia
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