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Actualizado: 18 de junio de 2025
Estaban en este momento en una preciosa calle de frondosos árboles, lejos de todas las miradas. Mauricio rodeó con el brazo el talle de su joven esposa y la atrajo hacia sí. Herminia, ruborizada, bajó sus hermosos párpados y con un movimiento de gracioso abandono, apoyó la cabeza en el hombro de Mauricio....
Esa misma noche, Schiller me contestaba en este diálogo admirablemente entre Tell y su hijo: Walther, mostrando el Bannberg. Padre, ¿es cierto que sobre esa montaña, los árboles sangran cuando se les hiere con el hacha? Tell ¿Quién te ha dicho eso, niño?
Con esto, se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un olmo, y Sancho al de una haya; que estos tales árboles y otros sus semejantes siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque el varapalo se hacía más sentir con el sereno.
Y allí, delante del pobre Shumarkoff, salían del monte helado los colmillos, gruesos como troncos de árboles, de un animal velludo, enorme, negro. Como vivo estaba, y en el hielo transparente se le veía el cuerpo asombroso. Cinco años tardó el hielo en derretirse alrededor de él, hasta que todo se deshizo, y el elefante cayó rodando a la orilla, con ruido de trueno.
Para gozar el aroma de sus flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»
Los árboles recogen con más placer que los hombres el último beso del astro del día, y entre sus copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces.
Su novio no sabía presentarse con las manos vacías, y exploraba todos los cañares y árboles de la huerta para regalar á la hilandera ruedas de pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantos pilluelos, con la rosada piel cubierta de finísimo pelo y el trasero desnudo, piaban desesperadamente, abriendo un pico descomunal jamás ahito de migas.
Pronto se reunieron con la señora y su hija. La carrera terminó a la media hora, al oir que las balas comenzaban a silbar por encima de sus cabezas. Allí no había árboles donde guarecerse, pero sí unos montes de piedra machacada para el lecho de la carretera, y en uno de ellos se tendió Martín y en el otro el extranjero. La señora y su hija se echaron en el suelo.
En el Perú, el año de 1605, en la Ciudad de los Reyes. Es una noche de fines de octubre. La ciudad duerme bajo el brillo de las constelaciones y sus campanarios se levantan, aquí y allá, más obscuros que la sombra. Luciérnagas y cocuyos enciéndense a millares encima de los huertos y atraviesan los árboles tenebrosos.
Los hombres trabajaban á cinco leguas de allí, río abajo, en un lugar algo pantanoso, donde las crecidas habían hecho surgir un bosque de álamos y otros árboles. Apartaban los peones la tierra inmediata á los troncos, dejando al descubierto sus raíces.
Palabra del Dia
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