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Estas cartas, antes de romper la nema de sus sobrecitos perfumados, me producen una inquietud semejante á la que en la adolescencia nos causaban los billetitos amorosos; pero más alquitarada, más refinadamente egoísta. «Me admira pienso y como me admira, me quiere algo; que yo, en mis libros, desnudé mi alma, y «Ella» la encontró hermosa...»

La existencia de este infierno interior se transparenta en los recursos insuperables de su arte, en el abismo negro de sus ojos, cargados con la enorme tristeza de haber visto pasar la dicha, en la nerviosa elocuencia de sus manos lívidas, en todas las actitudes de su cuerpo raquítico, delgado, desprovisto de atractivos sensuales, y sin embargo, tan imponente en los arrebatos homicidas de la tragedia, y tan envolvente, tan adorable, tan refinadamente femenino, en las horas azules de la caricia.

Su naturaleza tosca, y los resabios adquiridos en los tratos y contratos en que había pasado lo mejor de la vida, le hacían incompatible con los hábitos aparatosos y refinadamente vanos y teatrales de sus hijos; y como, además, era hombre sin retóricas, desengañado y de muy poca correa, el menor reparo a sus crudos alegatos le quitaba las ganas de exponer el segundo.

Nosotros sentiriamos remordimiento si entrásemos en el exámen de esta sociedad con una intencion egoista. ¡No! Por respetos al pueblo francés, por decoro á nuestro país, por nuestro propio honor, como escritores públicos, no harémos lo que hacen los franceses, con lo cual probarémos, que si no somos tan refinadamente cultos, somos al menos más clásicamente cristianos.

Digo que es refinadamente francés, refinadamente chispeante y fosfórico, el que las tumbas de Voltaire y de Diderot ocupen su puesto en un mausoleo cristiano, y que en ese mausoleo cristiano no hayan entrado las cenizas de un Bossuet, de un Flechier, de un Bourdaloue, de un Fenelon. Este es positivamente el fenómeno que menos he podido explicarme, un fenómeno que me aturde.

En esta como en todas las demás flaquezas ajenas que a ella podían mortificarla, y que por lo pronto toleraba, por amor al arte de las picardías, la mujer de Bonis se reservaba vagamente el derecho de vengarse del modo más refinadamente cruel, allá más adelante, no sabía cómo ni cuándo, pero algún día; y sentía una alegría y excitación semejantes a las que produce la esperanza de ser feliz, con la conciencia de estos aplazados desquites, de estos castigos y tormentos vengadores, representados y proyectados entre las brumas de la voluntad y del pensamiento.