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Ferpierre opinaba que si la narradora no hubiera sido feliz, si hubiera visto que se había engañado al casarse con el Conde d'Arda, lo habría confesado sincera, completamente; pero ya una vez había reconocido que sentía algo que no podía escribir, y sin duda no habría declarado redondamente su engaño, pudiendo creerse también que, en vez de velarlo habría preferido no escribir nada: el silencio habría sido entonces más elocuente.

Debo advertir que nada refería Feijoo que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía lances dignos de ser contados y aun escritos.

Con esta explicación me por satisfecho, y mi bella narradora, haciendo un gracioso gesto al ver mi admiración de que á las agrestes vertientes del Banajao se evocaran sombras tan venerandas como la del autor de El día de difuntos siguió su relación. Abordo del Neblí pasaron Doña Luisa y sus dos hijas ocho días, al cabo de los cuales regresaron á la quinta.

Y cuando los he visto abrazarse, con ojos risueños, y llorosos, entonces he llorado yo también. Su Gracia la Marquesita Florencia Albizzoni Vivaldi no existe ya...» Y el juez Ferpierre, deteniéndose, pues el manuscrito se interrumpía de nuevo, reconstruía con la imaginación lo que la narradora había callado.

Sabida de todos es la particular inclinación que tienen las planchadoras a ver a los buenos ricos y felices y a los malos abatidos y miserables. Miguel participó muy pronto de estas ideas: y aunque la bella narradora agotó prontamente el repertorio de sus fábulas, cada día las escuchaba con más atención y deleite.

Por muy maravillosa que fuese la historia y graciosa la narradora, no encantó más que medianamente los oídos del oyente. ¿Cómo se llamaba aquel héroe? El capitán Raynal. Raynal... Raynal... El conde buscaba en vano en el fondo de su memoria.

La narradora parecía contestar a la pregunta que Ferpierre se hacía mentalmente, pues el tema de las memorias variaba de una página a otra y de las especulaciones abstractas pasaba a confesiones más íntimas. «No; yo no había experimentado todavía una turbación semejante. Quisiera negarlo, pero no puedo. Esta ansiedad, esta fiebre, me eran desconocidas.

Con aquella expresión de duda volvía a quedar interrumpido el diario, como si la narradora hubiese querido, antes de continuarlo, hacer algún experimento. Pero en las páginas posteriores no había más orden en las confesiones. «La vida es más difícil de lo que yo creía

La incertidumbre de Ferpierre sobre el significado de estas palabras duró poco: el pensamiento de la narradora se iba precisando de página en página. Creía la Condesa que su marido no había muerto por casualidad sino deliberadamente; que al hallar una muerte tremenda bajo las ruedas de un tren él la había buscado.

Seguramente, ambas habían nacido a un tiempo. En la letra, en la tinta, se notaba que las memorias habían sido interrumpidas otra vez. Y el esfuerzo en no creer la ingrata realidad, aparecía evidente en las nuevas confesiones. La narradora escribía: «Es preciso creer. Es preciso esperar... Las más de las veces no nos conocemos, necesitamos que se nos revele a nosotros mismos lo que somos...»