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Guiado por esta clase de razonamientos, pensó Ferpierre en tentar una prueba: llamaría sucesivamente a los dos acusados, y a cada uno diría que todas las sospechas pesaban sobre el otro. La actitud de uno y otro podía ayudar al descubrimiento de la verdad. Y una vez más reanudó el interrogatorio de la Natzichet.

¿Celoso?... ¡Para estar celoso habría debido amarla! ¿Y si la hubiera amado fielmente, a ella sola, me habría ella amado a ? Ferpierre se quedó estupefacto ante la manifestación de semejante idea. O conservaba un mal recuerdo de las verdades brutales e ingratas de que Vérod había sido apóstol desde joven, o el pesimista, el escéptico se había convertido.

Viva impresión produjo en el juez Ferpierre la lectura de estos documentos. La instintiva aversión que sentía por el rebelde se había ido atemperando secretamente con un sentimiento de compasión. Aquella alma convulsa no era tan mala: puesta en otro camino y bien guiada, habría podido dar al mundo luminosos ejemplos del bien. ¿Por qué no lo había curado el amor de un ser como la Condesa d'Arda?...

Esa mujer era una vencida de la vida; quería y debía morir, y él necesitaba estar libre para atender a la obra. He dado la libertad a ambos. Ferpierre hallaba por fin la verdad que había sospechado. Todo se aclaraba ya, todo se encadenaba lógicamente.

Esas flores y la fecha puesta debajo de aquellas palabras, hicieron pensar a Ferpierre que se trataba de algún suceso más digno de atención, al cual la Condesa atribuía especial importancia. Continuó leyendo y encontró otro párrafo en el que se detuvo mayor tiempo.

Todo esto hacía pensar a Ferpierre que en realidad había cometido un error al emplear su ardid contra la joven: más bien debía haber dicho al Príncipe que la Natzichet se confesaba culpable. Y debía haberlo dicho cuando Zakunine estaba aún bajo el peso del dolor; entonces, probablemente, no habría tolerado que otra persona sufriera por él, y habría confesado la verdad.

Entonces Ferpierre volvía a medir las probabilidades, a ahondar las presunciones, a rehacer la tarea de todos aquellos días, deteniéndose ya en una, ya en otra hipótesis, reconociendo una vez más las inextricables dificultades del caso.

Después, se presentaba tan distinto de lo que debía ser según su reputación, hablaba con un acento tan profundamente triste, había en su voz un temblor tan vecino del llanto, que Ferpierre no quiso sospechar de su sinceridad.

Roberto Vérod continuaba en Lausana, en los lugares de los cuales no se podía ya apartar. Un día, después de haber leído esta noticia, se encontró con el juez Ferpierre. Desde el momento del proceso no había vuelto a verle y apenas lo distinguió se le acercó, agitado y ansioso, como a la única persona con quien podía hablar aún de la muerta, del culpable y de mismo.

Sabía Ferpierre que la vegetación de las ideas es mucho más rápida que la de ciertas plantas que en breve tiempo extienden en torno suyo un bosque de ramas frondosas, y que la opinión, por más que su vida parezca depender de la voluntad, y cesar bajo la influencia de la opinión contraria, es sin embargo tenacísima y a veces resiste a los mayores esfuerzos.