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Un hermoso libro, a veces una sola página escrita con gracia, les daba ensueño para muchos días. Adriana sentía el contraste profundo de esta casa con el ambiente sin espíritu que había, por ejemplo, en la de Charito González o de su tío Ernesto Molina.

El pobre hombre me dijo: «Chupin: eres hermano de leche de mi hijo. ¡No puedo reconocerlo...! ¡No tiene padre...! ¡ no lo abandonarás nunca...! ¡Júramelo...!» ¡Y se lo juré...! ERNESTO. ¿Lo has roto...? CHUPIN. ¡Se cayó él solo! CHUPIN. ¡Se necesita valor para decir tal cosa...! ¡Yo, que no bebo más que agua...! ¡Son calumnias que se propalan por ahí...!

Apenas entrado en su despacho, comprueba que un servido de café de antiguo Rouen ha desaparecido. Se encoleriza y llama. Al cabo de algunos minutos aparece un ayuda de cámara, con tipo de viejo golfo, cano, delgado, calvo, con la nariz demasiado larga, con la boca desdentada y con pinta de borracho empedernido. ERNESTO. En primer lugar, te prohibo que me tutees...

ERNESTO. ¡...! ¡Va usted a verla...! Usted, señor duque, no tiene un céntimo; usted vive vegetando. ¡Yo me brindo a salvarle, por lo menos provisionalmente...! ¡Su nombre es soberbio...! ¡Véndamelo...! EL SE

A usted lo he querido siempre, lo he querido siempre. Pero ella ya no estaba en sus palabras, y ni siquiera sentía el contacto de las manos de Muñoz. La madre de Adriana llamó con urgencia a Ernesto Molina para pedirle consejo. Por más que siempre consideró a Muñoz un marido ideal para su hija, le alarmaba grandemente la repentina decisión de casarse con él después de haberle burlado por otro.

Según cuenta Goedeke en su biografía de Manuel Geibel, Schack, amigo de este último y de Ernesto Curtius, á quienes había tratado en Berlín antes de salir estos dos para Atenas, celebró con ellos un banquete de despedida, y brindaron á su pronto encuentro en la ciudad del Pireo; y en efecto, Schack tuvo la suerte, al desembarcar en el Pireo, de ver á su amigo Curtius, y de visitar con él en seguida á su común amigo Geibel.

Los pueblos que habían roto con el Pontificado, volviendo para siempre la espalda a Roma, eran más prósperos y felices que aquella España que dormitaba como una mendiga a la puerta de la iglesia. En este período de su evolución intelectual, Gabriel tuvo un ídolo, y muchas tardes abandonaba el trabajo para ir a oírle durante una hora en el Colegio de Francia. Era Ernesto Renán.

Para el novicio o recluta de la sabiduría, ¿qué honra más superfina y disparatada que la de ser presentado y bien recibido, por ejemplo, en el año 1873 a que nos referimos, por el sabio Ernesto Renan o por el espiritualista Caro, almibarado filósofo y maestro de filosofía para las damas? ¿Y qué mayor encanto en el mismo año de 1873 que el de hablar con Víctor Hugo o con Flaubert que aún vivían?

Quien tales cosas trata se expone, muy a su despecho, a deslustrar el decoro y a ofender la majestad de las cosas divinas. Escritores heterodoxos o impíos o sólo imprudentes acaso, han abusado de tan peligroso género de amena literatura en estos últimos años. ¿Qué es más que una novela, aunque así no la llame, la Vida de Jesús de Ernesto Renán?

ERNESTO. ¡Caramba...! ¡No está mal...! ¿Y de qué Círculo era usted? EL SE