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La llegada del duque fue una nueva prueba de la maldad de la señora Chermidy. El pobre anciano había hecho el viaje sin accidentes gracias a ese instinto de conservación que nos es común con los animales; pero su espíritu había desgranado todas sus ideas por el camino, como un collar cuyo hilo se rompe.

Los primogénitos de la familia Villanera son marqueses de los Montes de Hierro. Yo le expliqué el axioma de derecho: Is pater est, y le demostré que su hijo debía llamarse Chermidy o no llamarse de ningún modo. Precisamente el marino había estado en París en enero último y esto bastaba para salvar las apariencias.

El duque no tenía intención de ofender a aquella hermosa ni de renegar en un solo día de la religión de toda su vida; pero hablaba a las gentes en su lenguaje y creía no equivocarse con la señora Chermidy. Se sentó familiarmente a su lado y le dijo: Señora, permítame usted que le presente a uno de sus antiguos admiradores, el duque de La Tour de Embleuse.

Los sueños más dorados fueron a sentarse a su cabecera. Soñó que era a la vez rico y honrado y que la Academia francesa le concedía un premio a la virtud de cincuenta mil francos de renta. El lunes por la tarde recibió una carta, levantó su destierro y se presentó el martes por la mañana en casa de la señora Chermidy.

Dirigiose rectamente hacia el niño. El pequeño Gómez sintió miedo al ver a aquella mujer enlutada, y escapó corriendo hacia su madre. La señora Chermidy dio algunos pasos tras él y se detuvo en seguida en presencia de Germana. Germana se hallaba sola en el jardín con el marqués de los Montes de Hierro.

Estaba encinta de un hijo que nació en noviembre de 1850. Ahora, señor duque, llegamos al fondo de la cuestión. »La señora Chermidy dio a luz en Bretéche-Saint-Nom, detrás de San Germán. Yo estaba allí. Don Diego, ignorando nuestras leyes y creyendo que todo era permitido a las personas de su condición, quería reconocer al niño.

Después de dos horas de conversación, el señor de La Tour de Embleuse desembrolló el caos de sus ideas, lloró la muerte de su hija, temió por la salud de su esposa, lamentó las tonterías que había hecho y estimó a la señora Chermidy en su justo valor. El señor de Sanglié le dejó a la puerta de su casa muy aliviado, ya que no curado.

La creía digna de su amor, la amaba a pesar de su falta, como se ama a la mujer culpable o inocente por la que se es correspondido. Si hubieran ido con pruebas en la mano a decirle que la señora Chermidy no era digna de él, hubiera experimentado un sentimiento de angustia y no se hubiera alegrado de recobrar su libertad.

Lo llamó aparte después de los postres y lo condujo misteriosamente a su habitación. ¿Dónde está ella? le preguntó . la conoces; sabes dónde está oculta; ¡porque me la ocultan! Señor duque respondió , no a quien... Te hablo de Honorina. Ya sabes quién es, Honorina, la dama de la calle del Circo. ¿La señora Chermidy? ¡Ah! ¿ves cómo la conoces?

Así y todo, tiene millón y medio de renta, un poco menos que el príncipe de Isupoff, treinta y dos años, una figura agradable, una educación exquisita, un carácter caballeroso... Y a la señora de Chermidy, puede usted añadir. Puesto que usted sabe eso, me abrevia el camino.