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El poeta describía prolijamente todas las fases de su descomposición cadavérica con verdad y relieve admirables. ¿Cómo estarán mis ojos? se preguntaba. Sus ojos quedarían opacos, vidriosos y poco a poco se irían poblando de gusanos que concluirían presto con ellos dejando negras, vacías las órbitas. ¿Cómo quedaría su cabeza?

Se decían prontamente, pero no era fácil evocar con exactitud la visión de trescientos muertos juntos, trescientos envoltorios de carne humana lívida y sangrienta, los correajes rotos, el casco abollado, las botas terminadas en bolas de fango, oliendo á tejidos rígidos en los que se inicia la descomposición, con los ojos vidriosos y tenaces, con el rictus del supremo misterio, alineándose en capas, lo mismo que si fuesen ladrillos, en el fondo de un zanjón que va á cerrarse para siempre... Y este fúnebre alineamiento se repetía á trechos por toda la inmensidad de la llanura.

El corto bigote, negro todavía, contrastaba con su barbilla cenicienta. Sus ojos eran vidriosos, monásticos, tristes. Su humor sombrío. Creía descender de un rey de Aragón, y hacía remontar su apellido, etimológicamente, hasta un cónsul romano.

Eran dos buenos parroquianos, con la gorrilla caída sobre la frente, los ojos vidriosos y lagrimeantes, y la nariz violácea y húmeda; una yunta alegre, unida por el yugo fraternal del alcohol, que, mientras hubiese cafetines abiertos, declaraban, como el doctor Pangloss, que este mundo es el mejor de los mundos posibles.

Muy señor mío, muy señor mío respondió el anciano, inclinándose. He visto en mi vida pocas cosas tan estrafalarias como el señor de Anguita. Era alto, enjuto, rasurado, dejando solamente unas cortas patillas blancas; los ojos, grandes, apagados, vidriosos; la tez, pálida, y los dientes, largos y amarillos.

Su situación me inspiraba gran curiosidad. A la luz de la vela, que el monaguillo arrimó al lecho, pude ver el rostro de la enferma. Raquel no era la misma. Todos sus rasgos fisonómicos se habían descompuesto: la nariz, ya grande, era ahora monstruosa; los ojos, más abombados, vidriosos, sin expresión alguna; las mejillas, hundidas.

Se acostó un día sobre la paja, negándose á salir, mirando á Bastiste con ojos vidriosos y amarillentos que hacían expirar en los labios del amo los votos y amenazas de la indignación. Parecía una persona el pobre Morrut; Batiste, al recordar su mirada, sentía muchas veces deseos de llorar.

Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa. Y eso, así... ¿la cocaína? murmuró. La voz de adentro sonó con inefable encanto.

Su compañero le vio con la cara blanca como si fuese de yeso, los ojos mates y el cuerpo rojo de sangre, sin que pudieran contener ésta los paños de agua con vinagre que le aplicaban, a falta de algo mejor. ¡Adió, Zapaterín! suspiró . ¡Adió, Juaniyo! Y no dijo más. El compañero del muerto emprendió aterrado la vuelta a Sevilla, viendo sus ojos vidriosos, oyendo sus gimientes adioses. Tenía miedo.

Parecía que el cadáver tendido abajo, en la suciedad de la cuadra, estaba allí, sobre la mesa, mirando con los ojos vidriosos e inmóviles a sus antiguos amos. Al terminar la cena, los dos hermanos salieron, marchando cada uno por su lado. Juanito había cambiado de costumbres.