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Traigo a cuento todo lo antedicho para fundamento de la opinión que voy a dar sobre la ya citada novela Nieve y cieno. Es la nieve, si no la población entera, la gran mayoría de los habitantes de una pintoresca y linda villa de las Alpujarras, situada en la fértil aunque riscosa falda del encumbrado Veleta, y designada con el seudónimo de Iberuela.

Urgían estas explicaciones, un tanto menudas, pero necesarias, para que no crean mis lectoras, al verme otra vez amiga de Petrona, que soy una veleta tornadiza que hago y deshago amistades por simple capricho, incapaz de aquella serena constancia y ponderado equilibrio de humor que, dentro de las naturales destemplanzas de los nervios femeniles y de la extremada sensibilidad de nuestras vanidades diarias, ya señaladas por el viejo Salomón, han de ponerse en el cultivo de las relaciones y de los afectos.

El dia va falleciendo, en fúlgidos resplandores se va el ocaso encendiendo, y ya las sombras mayores de los montes van cayendo. Sobre la cumbre nevada del Veleta, sonrosada por el rojo sol poniente, alza la luna la frente por nubecillas velada. Por el ameno pensil del soto corre el Genil entre floridas riberas, y las gallardas palmeras, y la alameda gentil,

Al oírla, calló súbitamente Doña Paca, como el ratoncillo nocturno que cesa de roer al sentir los pasos o la voz del hombre. Oyose tan sólo, durante largo rato, alguno que otro suspiro hondísimo de la señora, que después empezó a quejarse y a gruñir por lo bajo. La otra no chistaba. Había hecho rápida crisis el genio de la infeliz señora, determinándose un brusco giro de la veleta.

Ciertamente que las calles presentaban el mismo aspecto que antes, según las recordaba, y las casas tenían las mismas peculiaridades, con su multitud de aleros y una veleta precisamente en el lugar en que su memoria se lo indicaba.

Arriba, la fachada de piedra lisa, amarillenta, carcomida, con un retablo de gastada es cultura, dos portadas vulgares, una fila de ventanas bajo el alero, santos berroqueños al nivel de los tejados, y como final, el campanil triangular con sus tres balconcillos, su reloj descolorido y descompuesto, rematado todo por la fina pirámide, a cuyo extremo, a guisa de veleta y posado sobre una esfera, gira pesadamente el pájaro fabuloso, el popular pardalòt con su cola de abanico.

He aquí el poema: un monstruo de esos que llaman gárgolas, porque vomitan la lluvia con un ruido peculiar, de donde viene la frase hacer gárgaras; digo que ese monstruo de piedra, que está en la cornisa de una catedral, se ha enamorado de la veleta, que figura una paloma, y que se asienta, ni que decir tiene, en lo más alto de la torre.

Esta media naranja con sus tres cúpulas, una de las cuales, la de los Bienaventurados, tiene un diámetro de veinte á veinte y cinco varas; con su pórtico, con sus estátuas, con su columnata circular, con sus doce ángulos dorados, con sus trofeos brillantes, con su rica veleta, es una de las creaciones artísticas más acabadas que yo he visto.

Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento. «El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapa quiero decir...». Cuando se metió usted debajo del banco. Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya.

Pues estamos lucidos añadió ella . Ya somos tres. Y esto va picando en historia. Siento pasos. Si será al fin esa veleta... Los pasos no parecían de mujer. ¿Quién sería? Miraron los tres, y apareció José Izquierdo, quien al ver a doña Guillermina, se sobresaltó extraordinariamente y miró para abajo, como si se quisiera tirar de cabeza. Habría él dado cualquier cosa por tener dónde meterse.