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Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento. «El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapa quiero decir...». Cuando se metió usted debajo del banco. Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya.

Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró. «Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?». Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.

El concejal de oficio estaba tan excitado, que la contracción de su hocico se acentuaba, como si el olor aquel imaginario fuera el de la aza fétida. Zalamero, que iba a Gobernación, quiso llevarse al Delfín; pero este, a quien su mujer tenía cogido del brazo, se negó a salir... «Mi mujer no me deja». Mi tocaya dijo Villalonga , se está volviendo muy anticonstitucional.

Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban, hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejita rosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en el gabinete, y su tocaya entró a anunciarle. «Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?». ... resalao... aquí estoy. Pasa, danzante... ¡Dichosos los ojos... El amigote entró.

El Conde, y la misma doña Beatriz, en quien al cabo era esto más disculpable por su falta de mundo, se habían empeñado sin duda en que las gentes los tuviesen por superiores a toda crítica; en que juzgasen sus coloquios santos, puros y sublimes, como los que tuvo allá en la antigüedad Numa con la ninfa Egeria, o como aquellos que en la cumbre del Purgatorio, y después entre los esplendores del Paraíso, tuvo Dante con la tocaya de nuestra heroína.