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Actualizado: 24 de mayo de 2025
El australiano, al verse defraudado en sus propósitos, se puso en pie, con ademán amenazador. Pero ¡qué mamarracho eres! le dijo el marinero riendo. ¡Ten cuidado, Van-Horn! dijo el Capitán . Estos salvajes son traidores. Le romperé el chuzo en las espaldas, señor Van-Stael.
El capitán Van-Stael había hecho botar al agua una gran chalupa, y se había embarcado en ella en compañía del viejo Van-Horn, de Hans y de Cornelio. Inclinado hacia el mar, se había puesto a observar el agua con gran atención, explorando el fondo de la bahía, que se distinguía perfectamente.
El Capitán, los dos jóvenes y el marinero desembarcaron armados de sendos fusiles, y tras de ellos los chinos conduciendo a tierra la leña, las pailas, los arpones y las espumaderas. A corta distancia de la orilla Van-Stael indicó dos pequeñas construcciones circulares formadas por pedruscos y que podían servir muy bien de hogares. Los salvajes las han respetado dijo. ¿Qué es eso? preguntó Hans.
Y con esta tempestad resulta doblemente soberbia dijo el Capitán . Demos gracias a este fenómeno, que nos ha hecho descubrir a tiempo la costa australiana. Lu-Hang, disponte a arriar la vela. ¿Esperáis encontrar un refugio en la costa, señor Van-Stael? le preguntó el piloto. Lo espero; pero no estoy seguro. No sé adónde nos ha traído el temporal. Fuera del golfo, de seguro que no.
¡Huíd! gritaron Van-Stael, Van-Horn y los dos jóvenes, echando mano de las armas. Los chinos, al oír el clamoreo de los caníbales y al ver caer sobre ellos una lluvia de azagayas y bomerangs, comprendieron, al fin, el peligro que les amenazaba, y al punto se les disiparon los vapores de la borrachera. Por desgracia, era ya demasiado tarde para que pudieran embarcarse en las chalupas.
Pues yo no los veo. No importa; ellos nos han visto dijo el Capitán, que se había quedado pensativo. ¿Y temes que nos ataquen? Ahora, no; pero temo por los chinos. Como sepan que hay australianos caníbales en la playa, no querrán desembarcar. Capitán Van-Stael, ¿habéis oído? dijo el viejo marino que había entregado a un chino la caña del timón. Sí, viejo mío; pero no renunciaré a la pesca.
¡Ah, tunante! exclamó Van-Horn . ¿Otra vez vuelves?... ¡Eres audaz, monazo! Y se presenta a nosotros con la pintura dijo el Capitán. Y con la corteza del wai-waiga añadió el marinero . Es una verdadera declaración de guerra, señor Van-Stael. Pero ¿qué significa esa lúgubre pintura? preguntó Cornelio. Es su atavío de guerra respondió el Capitán. ¿Y ese trozo de corteza de árbol?
El tiempo se nubla y dentro de pocas horas tendremos mar gruesa. También yo lo he advertido, señor Van-Stael. Si el viento aprieta, recogeremos velas. Los dos lobos de mar no se habían equivocado. A la extremidad meridional del golfo de Carpentaria se iban amontonando nubes obscuras con los bordes color de naranja, y se extendían por el cielo, amenazando cubrirle hasta los límites del horizonte.
Van-Stael, Hans y los chinos, despertados por el vocerío y los disparos, se pusieron en pie; pero mientras los dos primeros se dirigían hacia los depósitos de trépang, para evitar que fueran saqueados, los chinos huían en tropel hacia la playa para embarcarse en las chalupas. ¡Adelante, muchachos! había gritado el Capitán; pero sólo siete u ocho hombres le siguieron.
Van-Horn, con la caña del timón en la mano, la barba revuelta y los ojos muy abiertos, miraba sin pestañear las olas y trataba de evitarlas para que no los tomaran de través; Hans, Cornelio y el chino, pálidos y aterrados, se ocupaban en achicar el agua que entraba por las bordas de la chalupa. Van-Stael de vez en cuando los animaba con una palabra o con un gesto, y les preguntaba: ¿Tenéis miedo?
Palabra del Dia
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