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Actualizado: 16 de junio de 2025


Al cabo tropezó con dos paisanos de Riofrío, y entró debajo de un hórreo con ellos a beber una copa. Cuando le pareció que Rosa y Máxima tenían ya tiempo para estar de vuelta, despidiose y se dirigió a casa de la tía Eugenia. Recibiole ésta, que ya estaba en el secreto, con la satisfacción hipócrita y el servilismo que despliega la gente del campo ante los señores.

La moza tropezó en la bandeja, que sonó. Recogióla la moza. ¡Calla! dijo ¡una bandeja de plata! ¡y sucia!... ¡llena de grasa! ¿cómo está aquí? La llevaré á la repostería. Y siguió subiendo, y tropezó de nuevo. Pero tropezó en un cuerpo humano. Aquel cuerpo estaba frío. La moza empezó á dar gritos. A los gritos de la moza acudieron algunos de la servidumbre.

En vez de vadear el río prefirió dar un rodeo yendo por Puente de Arco. No era nuestro capellán hombre osado más que con las bellas. Antes de llegar al puente tropezó con un grupo de mozos. Bien comprendió en seguida que era una cuadrilla de mineros, pues los mozos de Laviana no blasfemaban del modo que aquéllos lo venían haciendo en altas voces.

Luego, en el resto de la tarde, se tropezó con ellas forzosamente, por la atracción que sufren los viajeros dentro de una ciudad pequeña.

Había dormido bien aquella noche, y acababa de comerse en el buffet del tribunal una ración de jamón con guisantes. Sólo quedaban por llamar media docena de testigos, cuando el presidente tropezó, de pronto, con una dificultad imprevista. ¿Quiere usted prestar juramento? ¡No! respondió una voz femenina.

Al salir el capitán tropezó con un marinero que entraba, y estuvo a punto de caer al suelo. El holandés no sólo no se incomodó, sino que dió excusas al marinero, que, a su vez, pidió mil perdones por su torpeza. Yo me avergoncé de mis instintos fieros. La bruma melancólica iba avanzando en mi alma, dando a mis ideas un tono de sentimentalismo verdaderamente ridículo.

De la calle de Santa Fe a la de Entre Ríos, de ésta a la de Suipacha, donde vivía don Raimundo, de aquí otra vez a la de Santa Fe, y por último, ya encendidos los faroles, a su casa, cuerpo y espíritu abatidos por la fatiga y el poco éxito, pues no encontró lo que buscaba, ni logró ver a nadie: en la puerta, tropezó con don Pablo Aquiles, que llegaba. Miráronse. ¿Nada? preguntó don Pablo.

Al ir a la tienda de la Plaza Mayor en busca de aquel original artículo, tropezó con una ciega que pedía limosna. Era una muchacha, acompañada por un viejo guitarrista, y cantaba jotas con tal gracia y maestría, que Moreno no pudo menos de detenerse un rato ante ella.

El P. Gil, que le seguía con Joaquinita, dijo a ésta al llegar al piso primero: Quédese por ahora aquí; yo subiré solamente. Cuando llegó al segundo, tropezó con D. Álvaro que salía a punto de su habitación. Su rostro, siempre pálido, lo estaba ahora tanto que daba miedo. En cuatro palabras Ramiro le había enterado de lo que ocurría.

Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados, fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a discreción, sin contar, claro está, las víboras. Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las necesarias para llegar a la presa.

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