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Actualizado: 24 de octubre de 2025
Las plumas de mar yacían flácidas y obscuras, como animales muertos, hasta que absorbiendo el agua, se levantaban transparentes y llenas de hojas. Así iban de un lado á otro, con una ligereza de pluma, ó se clavaban en la arena, emitiendo un brillo fosfórico. Las petimetras del mar, las elegantes medusas, extendían el ruedo flotante de su hermosura frágil.
Gonzalo arrojó también lejos de sí la rodela que llevaba colgada del cinto. El cielo, todo entoldado, de nubes transparentes, esparcía sobre la callada ciudad una lumbre misteriosa de amanecer. Hacia el naciente, nacarada aureola rodeaba la escondida perla del plenilunio. Los aceros se cruzaron. Gonzalo paraba los golpes con maestría, acechando el instante.
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían.
La bestia de combate acorazada de rojo, armada de uñas corvas y tenazas de tortura, guerrero implacable de las verdes cavernas submarinas, jamás se había unido con el pez gracioso, ligero y débil que movía la cola de su túnica rosada y plateada en las aguas transparentes.
Yo recuerdo todavía con verdadera emoción las horas y los minutos en que, cual humilde amante de las fuentes, pude dirigir mi mirada hacia las aguas puras de los manantiales de la Sicilia griega, y sor prender en su alegre nacimiento, acariciados por la luz del sol, los pequeños torrentes Aeis y Amenanos, y los borbotones transparentes de Cianea y Aretusa.
Bastantes canas daban ya un color ceniciento á la primitiva negrura de sus cabellos. Su semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones, todas de la más perfecta regularidad. Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían transparentes.
Cuando sentía la mano de la señora acariciándole el rostro, pensaba sentir la de Dios mismo. Apenas se atrevía a rozar con sus labios aquellos dedos flacos y transparentes. Sólo para su madrastra había cambiado tan radicalmente. Con los demás, incluso con su mismo padre, seguía mostrando la misma frialdad despreciativa, el mismo carácter obstinado y altivo.
Su rostro sin color parecía una página borrada en la que no se veía brillar más que dos grandes ojos negros. Una masa de cabellos de oro, finos y frondosos, se amontonaban sobre su cabeza. Una hermosa cabellera es el último adorno de los tísicos; la conservan hasta el fin y son enterrados con ella. Sus manos transparentes caían a lo largo del cuerpo y se confundían con los pliegues del vestido.
Las mujeres transparentes, deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su tiempo en los hospitales del Senegal.
La mesa blanca, de inmaculada pureza, sustentaba, formando columna, las cajitas de áspera película conteniendo el harinoso turrón, los cajones de peladillas y las uvas puntiagudas, hábilmente conservadas, lustrosas y transparentes, como de cera, y con un delicado color de ámbar. Cuando doña Manuela volvió a entrar en el mercado comenzaba a anochecer y la concurrencia aumentaba por momentos.
Palabra del Dia
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