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La vejez lo ha herido irremediablemente, gracias a la citación del juez. Después de un calvario de indagaciones, llega ante el umbral del Torquemada; llama a la puerta; acércase un escribano polvoriento; el paciente muestra su citación; es introducido en este despacho.

Y como el otro repitiera con la cabeza los signos negativos, Torquemada se desconcertó más, y alzando los brazos, con lo cual dicho se está que la capa fué á parar al suelo, soltó esta andanada: «¡Tampoco al cinco!... Pues, hombre, menos que el cinco, ¡caracoles!... á no ser que quiera que le también la camisa que llevo puesta.... ¿Cuando se ha visto usted en otra?... Pues no qué quiere el ángel de Dios.... De esta hecha, me vuelvo loco.

Mala muerte va usted á tener, condenado de Dios, si no se enmienda.» Y Torquemada arrojó sobre ella una mirada que resultaba enteramente amarilla, por ser en él de este color lo que en los demás humanos ojos es blanco, y le respondió de esta manera: «Yo hago lo que me da mi santísima gana, so mamarracho, vieja más vieja que la Biblia.

Les parece que porque me dan veintiséis duros al mes, ya han cumplido... Dicen que es mucho y yo digo que me lo tienen que agradecer, porque los tiempos están malos, pero muy malos». En toda la parte del siglo XIX que duró la larguísima existencia usuraria de D. Francisco Torquemada, no se le oyó decir una sola vez siquiera que los tiempos fueran buenos. Siempre eran malos, pero muy malos.

, hija, á la Virgen del Carmen dijo Torquemada llevándose el pañuelo á los ojos. Me parece muy bien. Cada uno empuje por su lado, á ver si entre todos...»

El maldito hábito de la timidez era la causa de aquel silencio estúpido. Porque la mirada de doña Lupe ejercía sobre él fascinación singularísima, y teniendo mucho que decir, no lograba decirlo. «¿Pero qué diría yo?... ¿Cómo empezaría yopensaba fijando la vista en el retrato de Torquemada y su esposa, de bracete.

Arrendólo todo; se fué á vivir al centro de Madrid, dedicándose á inglés, y no necesito decir más para que se comprenda de donde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada, porque bien se ve que éste fué su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe la Magnífica, más conocida por la de los pavos.

Volvió á abrazarles Torquemada, diciéndoles con melosa voz: «Hijos míos, sed buenos y que os aproveche el ejemplo que os doy. Favoreced al pobre, amad al prójimo, y así como yo os he compadecido, compadecedme á , porque soy muy desgraciado. Ya dijo Isidora, desprendiéndose de los brazos del avaro, que tiene usted al niño malo. ¡Pobrecito! Verá usted cómo se le pone bueno ahora....

Mis amigos conocen ya, por lo que de él se me antojó referirles, á D. Francisco Torquemada, á quien algunos historiadores inéditos de estos tiempos llaman Torquemada el Peor. ¡Ay de mis buenos lectores si conocen al implacable fogonero de vidas y haciendas por tratos de otra clase, no tan sin malicia, no tan desinteresados como estas inocentes relaciones entre narrador y lector!

Rufina se abalanzó hacia él para decirle: «Está desde mediodía más sosegado... ¿Ves? Parece que duerme el pobre ángel. Quién sabe. Puede que se salve. Pero no me atrevo á tener esperanzas, no sea que las perdamos esta tarde. Torquemada no cabía en de sobresalto y ansiedad.