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Actualizado: 26 de junio de 2025


En medio de todo el lujo y esplendor de aquella regia mansión, ella surgía como una figura pálida y abandonada, con su tierno corazón juvenil destrozado por la pena de la muerte de su padre y por un terror que no se atrevía a declarar.

Todo el pasado surgía ante sus ojos con extraordinaria claridad, como si hasta entonces se hubiese mantenido borroso, en una confusión de penumbra. La tierra amenazada de Francia era la suya. Quince siglos de historia habían trabajado para él, para que encontrase al abrir los ojos progresos y comodidades que no conocieron sus ascendientes.

La imagen del héroe paterno surgía ahora en su memoria con los ojos bondadosos y una sonrisa que parecía agitar como un viento dulce el bosque de sus barbas. Le diría toda la verdad. Le haría saber que llegaba á Nápoles para llevárselo, como un buen camarada que socorre á otro en un peligro. Tal vez se irritase y le diese un golpe; pero él conseguiría su propósito.

Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables, palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡No quiero!... Vete... ¡Nunca

A cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle, cuando las viese, con afabilidad suma.

¡Nada, absolutamente nada! pensaba el paladín trazando monigotes en la arena; pero ante la perspectiva del duelo, ante la idea de cruzar un par de tiros, parecíale oír ya el estampido de las armas de fuego; y a este eco siniestro surgía en su mente el fantasma del crimen, primero; el de la muerte, después; el del infierno, por último, donde no hay reposo ni paz, ni descanso, ni esperanza, sino eterno llanto, eterno crujir de dientes, eterna rabia.

Diríase que su cariño hacia Tirso, privado por largos años de dar muestra de vida, surgía repentinamente, pero entorpecido por lo anómalo de las circunstancias. Había ratos en que ninguno sabía de qué conversar con él. Quien parecía más dueño de era don José, sin tener tampoco realmente con su hijo la libertad que debiera. Leocadia experimentaba una fuerte impresión de curiosidad.

Aquellos montes, separados de la tierra de los humanos por valladares de infranqueables precipicios, eran la ciudad de Asgard, en la cual vivían los dioses alegremente, bajo un cielo clemente siempre, y la gran nube de vapores que surgía de la cumbre y se extendía en ancho espacio por los cielos, no era una columna de ceniza, sino el enorme Fresno Idgrasíl, á cuya sombra descansaban los dueños del universo.

Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él. Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado.

El papel grueso y brillante se ennegreció, al mismo tiempo que de sus páginas, encorvadas por el fuego, surgía una llama, esparciendo denso humo por la habitación. Ni calor podía dar el maldito papel, motivo de envidias y locuras para muchos imbéciles. Y temiendo que el humo le obligase a abrir la ventana, cogió la cazuela con el volumen chamuscado, llevándola a la cocina.

Palabra del Dia

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