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Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.

La carroza se había detenido en una encrucijada, por donde decían los monteros que debía pasar el jabalí. Me rodeaba mi servidumbre, á caballo, y cuatro damas que me seguían estaban detrás en otra carroza. Hacía mucho calor, y yo sudaba. Pedí agua, y don Rodrigo partió y volvió al punto, trayéndomela en un vaso de oro.

Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el alma.... Pues yo dijo el ex-alcalde a la justicia me atengo... una querella criminal, la ley está terminante....

Llevando el cestillo ante ella con los brazos extendidos, pasó entre los grupos, lentamente, con una majestad hierática, dirigiéndose hacia la caja del club. Permaneció Spadoni junto al príncipe. También sudaba, mientras su rostro tenía la palidez de la emoción. ¡Qué noche, Alteza!... ¡Qué noche!

La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía hiel sobre la tierra.

El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal que levantarle dos chichones algo crecidos, y lo que él pensaba que era sangre no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tormenta.

Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba del brazo, levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrar parecidos entre los nubarrones de la noche y las formas más vulgares de la tierra. «Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo que Ripamilán; figúreselo usted con la teja en la mano.... »Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...».

Además, todos los lunes, que es el día que corresponde a la Oración en el Huerto, sudaba a imitación de Nuestro Señor, tanta sangre de toda su piel, que era preciso mudarla dos o tres túnicas al día. Al hablar de aquellas cosas, las voces temblaban de modo extraño y los semblantes más recios se ablandaban y palidecían como oreados por un soplo divinal.

Al fin y al cabo, ninguna obligación tienen de andar juntos por todas partes; y sin duda por eso, el camino, sin trabas ni impedimentos, como el río, que le obliguen a descender continuamente y por determinado canal, a lo mejor se echaba por un atajo cuesta arriba, gozándose después en saludar desde la loma del cerro pedregoso a su arrastrado compañero, que sudaba la gota gorda para abrirse paso en los profundos de un vallecito angosto, entre alisales, guijarros y mimbreras.

Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más chic, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero él no pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper la marcha; su bis a bis era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello.