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En el momento en que creyó reconocer la voz de Sorege en el cuarto de Jenny Hawkins, en San Francisco, el conde estaba en América, lo que hacía verosímil su presencia en el teatro y afirmaba con fuerza todas las consecuencias que de ella se deducían. Sus sospechas no eran ya queméricas, sino que se fundaban en un hecho real. Sorege estaba en América, luego no había coartada posible.

Naturalmente observó el anciano director auxiliar de la oficina de investigaciones criminales. Pero ¿quién es esa persona? Tengo la desgracia de no saberlo. Mi cliente me lo manifestó hará un año, pero no me indicó ningún nombre. ¿Entonces, no abriga usted sospechas sobre alguien, sea quien sea? A nadie puedo señalar.

Mi plan está aquí, fijo, cierto como la muerte que le amenaza, porque usted va a morir. ¡Usted tan valiente, tan grande! ¡morir! ¡morir como un miserable! decía Blasillo en voz baja para no despertar las sospechas de los guardianes, y se retorcía los brazos. El gitano puso una mano sobre su frente. Mira, Blasillo, acabemos esta escena; es atroz. ¡Adiós! Déjame. Comandante, aun no, aun no...

No por qué el tío Manolillo tiene conmigo de algunos meses á esta parte chanzas que me inquietan. ¡Bah! ¡bah! yo recelo de todo... no hay motivo... están contentas... ella cada día más cariñosa... mi hija cada vez más empeñada en ser monja... Afuera, afuera sospechas infundadas... una sola noche... ¿qué ha de suceder en pocas horas?

Al cambio de los sentimientos del público a su respecto, que debía a su desgracia, a las sospechas y a la aversión que se habían transformado en una piedad bastante despreciativa para un ser aislado y débil de espíritu como aquél, venía ahora a agregarse una simpatía más activa, principalmente por parte de las mujeres.

Ahora que la gente pobre de Jerez andaba loca de terror, y trabajaba en el campo sin levantar la vista del suelo, y la cárcel estaba llena, y muchos que antes querían tragárselo todo iban a misa para evitar sospechas y persecuciones, ahora empezaba él. Iban a ver los ricos qué fiera habían echado al mundo, por destrozar uno de ellos sus ilusiones. Lo del contrabando era para entretenerse.

Cuanto mayor fuera el celo que desplegara al acusar a éste, cuando su inocencia parecía ya demostrada, tanto más naturalmente se habría creído que sólo un odio ciego lo animaba, y su amor por la Condesa habría sido la explicación de ese odio, de su deseo de venganza! ¡La confesión de la Natzichet había hecho olvidar su pasión y le permitía hasta evitar el mencionarla de nuevo; pero para proclamar mentida aquella confesión, debía intervenir aún más activamente que antes, insistir en el sentimiento que lo había unido a la Condesa, exponerlo a las sospechas profanadoras!... ¡; mas, para evitar tan intolerable daño, debía calladamente admitir la inocencia de Zakunine!... ¡Y ante esa idea se sublevaba todo su ser: ¡no! si había un culpable era él! ¡Nadie más que él podía serlo!...

Al tercer día de andar en brega con estas dudas y sospechas, tomando muy poco alimento, sin dormir, llena de fiebre y medio trastornada, Isidora llegó al colmo de la crisis.

Pero esa persona se decía que llegaría el día en que podría hacer algo por aumentar el bienestar de su hija sin exponerse a las sospechas. Entretanto, ¿lo mortificaba mucho la imposibilidad en que estaba de darle a aquella niña sus derechos de nacimiento? No sabría decirlo. Eppie era bien atendida.

La otra no era mala, pero tenía más desenvoltura, y dábame sospechas de hocicada. Fuimos a los estanques, vímoslo todo y en el discurso conocí que la mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente.