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Las telas deslumbrantes que derramaban un perfume delicado, los encajes costosísimos y los mil primores de todas suertes que iban saliendo de los baúles, despertaban en Matilde la sensualidad y concupiscencia de su naturaleza aldeana. ¡Cómo se hubiera reído de quien le dijese que su hermana, la opulenta condesa de Trevia, era más desgraciada que ella!

Se adivinaba en él una existencia anterior de tranquila y vulgar sensualidad, una dicha burguesa que la guerra había cortado rudamente. ¡Qué vida, señor! siguió diciendo . Que Dios castigue á los que han provocado esta catástrofe. Desnoyers casi estaba conmovido.

En estado normal era una de esas beldades serenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma; y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejaban el puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa y dulce, natural y espontánea, que le resplandecía en los ojos abrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza de los labios.

A la segunda visita, después de perfumarse los cabellos, rindiose con frenesí tan severo, que el amor parecía entre sus brazos acto ritual y sagrado. Sus labios se entreabrían con doble sonrisa de deleite y sufrimiento, como si hubiera querido remedar el primer goce doloroso de las vírgenes. El imán de aquella sensualidad se fue haciendo cada vez más potente.

Estaba Sabel fresca y apetecible como nunca, y las floridas carnes de su arremangado brazo, el brillo cobrizo de las conchas de su pelo, la melosa ternura y sensualidad de sus ojos azules, parecían contrastar con la situación, con la mujer que sufría atroces tormentos, medio agonizando, a corta distancia de allí. Hacía tiempo que el marqués no veía de cerca a Sabel.

Sólo que los tiempos habían hecho llegar hasta él, desde temprano, los granos de fina sensualidad que la vida fascinadora de Italia aventaba sobre los reinos, propagando el gusto de la pompa y del bello vivir. Amaba los ricos objetos, el aparato palaciego, la numerosa servidumbre.

El rudo marinero del Finisterre, el campesino de los departamentos centrales, el obrero burlón de la ciudad, el marroquí sombrío, el negro pueril, veían abrirse ante su pensamiento bellezas desconocidas, paisajes no sospechados. La señorita blanca era la poesía, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.

Así fué, en efecto; aquella mujer indócil, que parecía ingrata porque lo amaba todo, que se reía malévola de sus adoradores y luego en Lyón rompía su falda bordada para que envolviesen con ella á un obrero que sacaron moribundo de un pozo; voluntad amoral, sin más ley ni otro cauce que su alegre capricho; libertina sin sensualidad y liviana sin codicia, que llegó á ser citada como modelo de madres amantísimas, sin haber podido sin embargo, recogerse jamás en la uniforme santidad del matrimonio.

Lo particular era que la sensualidad, la parte grosera del amor, permanecía en ella velada por un pudor admirable. Jamás habló de resistencia, ni de perdición, ni echó en cara lo que daba, ni tuvo miedo, ni alardeó de doncellez.

La ex florista, aunque de inteligencia limitadísima y de cultura más limitada aún, tenía suficiente instinto para remachar los clavos de esta esclavitud. Con su genio arisco y desigual, aumentaba el fuego de la sensualidad en aquel viejo lúbrico.