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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Las damas acudían a la Fuente Castellana, tendidas en sus carretelas, con clásicas mantillas de blonda y peinetas de teja, y la flor de lis, emblema de la Restauración, brillaba en todos los tocados que se lucían en teatros y saraos.

Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo.

El empleo le permitía frecuentar la sociedad de los prepotentes, mientras éstos le ayudaban inconscientemente a mantenerse en el empleo. Ningún ministro se atrevía a dejar cesante a un hombre con quien iba a tropezar en todas las tertulias y saraos de la corte.

Había pocas damas, por ser costumbre en los saraos de doña Flora que descollasen los hombres, no acompañados por lo general más que de una media docena de beldades venerables del siglo anterior, que, cual castillos gloriosos, pero ya inútiles, no pretendían ser conquistables ni conquistadas. Amaranta representaba sola la juventud unida a la hermosura.

Les hablaba de sus tertulias, de sus saraos, de sus trajes y caprichos, como quien los conoce perfectamente; sacaba comparaciones y argumentos de la vida de sociedad, y esto encantaba a las damas y las postraba a sus pies. Era el confesor de muchas de las principales familias de la capital. En este ministerio demostraba una prudencia y un tacto exquisitos.

Súplicas, amenazas, ofertas para que se retire, cuanto se ha intentado ha sido en balde. Allí está cuando el rico industrial, nuevo señor del feudalismo moderno, sale a sus placeres y sus agios; cuando su esposa vuelve de rezar, y cuando sus hijas van a saraos y fiestas envueltas en primorosas galas.

Hubiérase dicho que aquel carcomido aparato no esperaba sino la primera brisa exterior para desvanecerse de súbito. Seis retratos descoloridos habitaban espectralmente la estancia. Ramiro esperaba junto a un brasero, que guardaba aún la ceniza de los últimos saraos.

Pensaron mis padres que trayéndome entre el tumulto y las grandezas de la opulenta Sevilla me distraería, y a ella me trajeron, y me engalanaron, y me llevaron a saraos y a divertimientos, adonde concurría la gente más garrida y más noble de Sevilla.

Se casó hace un año con Daniel; una boda por amor, muy a gusto, además, de ambas familias, que pertenecen al cogollito de nuestra «haut». El noviazgo fué un idilio ante el cual palidecen los deliquios de Romeo y Julieta. En los salones, fiestas y saraos no se separaban un instante.

Llegaron también varios periodistas a caza de noticias, lápiz en ristre y reparos a la espalda, y fueron muy bien recibidos, dignándose la misma Currita darles noticias del suceso. Pedro López, el cronista de los salones elegantes, que acudía a comidas y saraos con los bolsillos del frac forrados de hule para poderse llevar a mansalva dulces y emparedados, estuvo admirable.

Palabra del Dia

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