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Actualizado: 30 de abril de 2025


Grandes bailes, grandes saraos, en salones suntuosísimos; las señoras vestidas de corte, los caballeros cubiertos de casacas; los diplomáticos relumbrantes de oro galonado; los militares con más cruces que un cementerio. Pasa el rey.... unos se inclinan, otros se yerguen militarmente, que es una forma de inclinarse. Pasa la reina..., reverencia general hasta el suelo.

Entró de revistero en un periódico, y con ocasión de los saraos, banquetes, funciones de teatro, corridas de toros y toda laya de fiestas públicas y privadas, comenzó a soltar de la pluma un millón de lindas frasecillas ingeniosas y acicaladas, que no había otra cosa que alabar entre las damas.

Pero se vengaba tan lindamente de ellos y ellas, poseía una lengua tan acerada, que la mayor parte de los jóvenes le sacrificaban por lo menos un baile en todos los saraos: cuando se descuidaban, las mismas muchachas se lo recordaban, temiendo las iras de la feroz solterona.

Alegro y bulliciosa, muy dada a fiestas y saraos, encanto de toda buena sociedad, a los veinte años se tornó silenciosa, reservada, melancólica. ¿A qué se debió tal cambio? Pero no era, como ellas, murmuradora y amiga de censurar a toda bicho viviente, vicio de cortijos y poblachones, donde no se vive más que para espiar a los vecinos y relatar diariamente cuanto éstos hacen o dejan de hacer.

Iban algunas viejas pensionistas que «tenían crédito» en la casa, muy parlanchinas, que contaban antiguas grandezas de cuando vivía su esposo, el «brigadier», y daban saraos y «salían todos los años». Las viejas solitarias suelen estar un poco locas.

El heredero de la casa de Montesinos se había enamorado como un loco de una joven de buena familia, pero sin dinero; una de esas chicas que suelen verse en Madrid en todos los teatros y en todos los saraos a la caza de un marido rico.

Fue modelo de gentileza y cortesanía. Se hizo adorar de la juventud, a quien proporcionó gratísimo recurso para matar las interminables noches del invierno. Fernanda Estrada-Rosa fue uno de los más bellos ornamentos de sus conciertos y saraos. En pos de ella vino el conde de Onís, su novio.

Ni por sacrificar otras comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo.

»Yo dirigiré su casa, organizaré sus saraos, haré el papel de intendente y les descargaré del peso de todos los cuidados materiales que la vida social lleva consigo. »Sólo habrán de pensar en ser felices y en quererse... Ya es bastante ocupación, después de todo.

Aldea no perdía ocasión de dar a entender en público su amor por Josefina: en las recepciones de su casa, en bailes, teatros y saraos se complacía en mirarla de ese modo que, prodigando expresión a las pupilas, entera a las gentes de lo que uno calla. No se recataba para decir a quien quisiera oírselo que con ella sería feliz; a nadie llegó a permanecer oculta aquella inclinación.

Palabra del Dia

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