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Actualizado: 22 de junio de 2025
Pasó como un relámpago por su voluntad el propósito de salir en seguida para Alcira aunque fuese a pie; quería avistarse con Rafael, arrojarle al rostro aquella carta, abofetearle, batirse. ¡Ah, el miserable! ¡el infame! rugía.
Hizo D. Paco graciosa reverencia, y su rostro compungido y lloroso se esclareció con una sonrisa. Doña María callaba; pero en su pecho rugía la tempestad. Ella y su prima la de Leiva se miraban de vez en cuando, transmitiéndose una a otra el fuego de sus iracundos sentimientos.
El volcán que rugía en el pecho de la señora de Jáuregui no podía arrojar su lava sino sobre Papitos, que para esto justamente estaba. Había empezado aquel día la monilla por hacer bien las cosas; pero la riñó su ama tan sin razón, que... ¡diablo de chica!, concluyó por hacerlo todo al revés. Si le ordenaban quitar agua de un puchero, echaba más.
El viejo pastor la sostuvo sin pestañear. El pintor se emparejó con la dama exclamando con risita irónica: ¡Parece que Eumeo sigue aborreciendo como antes a los pretendientes! Elena no dijo nada y siguió caminando con paso vivo hacia la casa. Una cólera sorda rugía dentro de su pecho y tenía miedo de dejarla estallar donde pudieran verla.
Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra su locura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias. ¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque, lo mato! rugía el capitán Llovet. Pero por primera vez aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él.
Habla, Mariquita rugía la voz de Fermín. Di por qué haces eso. ¡Dilo por tu vida! ¡Mira que me vuelves loco! ¡Díselo a tu hermano, a tu Fermín! La voz de la muchacha salió tenue, vergonzosa, lejana, de aquel bulto tendido. No le quiero... porque le quiero mucho. No puedo quererle, porque le amo demasiado para hacerle infeliz.
Se alarmó de la tempestad que rugía dentro de él, simplemente contra aquella silueta importuna. ¿Cómo haría para asistir en lo sucesivo a toda una serie de incidentes de los cuales éste no era más que el preludio, desde que María Teresa y Huberto no eran novios aún? No, ¿cómo permanecería impasible, mientras todo su ser gemiría de dolor?
Mientras uno bogaba moviendo unos remos cortos como palas, otro, acurrucado en la popa por el frío de las continuas inmersiones, rugía a todo pulmón: «¡Caballero, eche dos marcos, y los alcanzo!». «¡Caballero, cinco marcos, y paso por debajo del buque!» «¡Caballero... caballero!» Era un griterío que emergía incesantemente a ras del agua; una continua apelación al «caballero» para que pusiese a prueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto.
Plácido Penitente, decía la voz, demuestra á toda esa juventud que tienes dignidad, que eres hijo de una provincia valerosa y caballeresca donde el insulto se lava con sangre. ¡Eres batangueño, Plácido Penitente! ¡Véngate, Plácido Penitente! Y el joven rugía y rechinaban sus dientes y tropezaba con todo el mundo en la calle, en el puente de España, como si buscase querella.
Palabra del Dia
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