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Actualizado: 19 de mayo de 2025


Nada temáis, señora, dijo cortésmente Roger. ¡Suelta, rufián! ordenó dirigiéndose á un arquero que había enlazado con su brazo el talle de la joven. ¡No la sueltes, Bastián! aulló un hombre de armas gigantesco, de luenga barba negra, cuya coraza brillaba á la tenue luz del farol más próximo.

Farsa llamada Cornelia, en la cual se introducen las personas siguientes: un pastor llamado Benito, y otro llamado Antón, y un rufian llamado Pandulfo, y una mujer llamada Cornelia, y un escudero su enamorado, donde hay cosas bien apacibles para oir, hecha por Andrés Prado, estudiante. Medina del Campo, por Juan Godinez de Millis, año 1637. Coloquio.

Llegado había muy cerca de ambos personajes sin que éstos notaran su presencia, cuando el hombre enlazó repentinamente con su brazo el talle de la joven y la estrechó contra su pecho. Soltó ella el asustado halcón y lanzando un agudo grito abofeteó y arañó el rostro del rufián, procurando en vano desasirse. No os encolericéis, linda paloma, dijo él con gran risa; sólo conseguiréis lastimaros.

Recordaba la facilidad con que se alejaba Salvatti, en el momento oportuno; la rara casualidad con que se combinaban los sucesos para facilitar sus infidelidades; comprendía que aquel hombre era un rufián que cautelosamente preparaba sus aventuras con hombres poderosos presentados por él mismo, para sacar provechos que quedaban en el misterio.

Y ahora, si sus instrucciones se lo permiten, déjeme usted solo. ¡Buenas noches y gratos sueños! exclamó el rufián. La luz desapareció y el ruido de los cerrojos y después los sollozos del Rey. Se creía solo. ¿Quién podía oírle y mofarse de su llanto? No me atreví a hablarle. Podía escapársele una exclamación de sorpresa que nos vendiera.

Mabel le dije, sin poner atención en las palabras del rufián, pero retrocediendo para permitirle que pasara, póngase su saco, hágame el favor. Afuera me espera una volanta. El bribón intentó hacer un movimiento para impedirle salir de la habitación, pero en el acto mi mano cayó pesadamente sobre su hombro, y en mi cara leyó mi determinación.

Si no, dime: ¿no has visto representar alguna comedia adonde se introducen reyes, emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno hace el rufián, otro el embustero, éste el mercader, aquél el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple; y, acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales.

LA SIRVIENTA. Es lo de siempre... El general, que está colgado del teléfono... Pregunta por cuarta vez si volviste a casa... El pobrecito pierde la paciencia. ¿Qué se contesta...? LEONIE. ¡Que ya voy...! ¡Maldito rufián...! LA SIRVIENTA. ¿Se marchó tu ahijado...? ¿Y sin tomar nada...? LEONIE. ¡No! ¡Figúrate...! ¡Es una aventura extraordinaria! ¿Conoces la historia de Thais?

Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudo resistir más y huyó dando voces. Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por lo que no escucho dijo Quevedo á Juan Montiño. , por cierto contestó Juan. Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián de Juara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros, y con nosotros en la cárcel.

¿Pero y en qué? En dar motivo para que le destierren de esta corte; ¡y qué motivo!, un motivo por el cual se ha puesto á nivel de ese rufián, de ese mal nacido, de ese Gil Blas de Santillana. ¡Ah, ah! Descender hasta... Pero eso debe ser una calumnia. No, señora; el conde de Lemos ha cedido á una tentación, y cediendo á ella me ha ofendido á ... como que hay quien dice... ¡Calumnias!

Palabra del Dia

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