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CIRILO. ¡No...! Pero los soldados que pasaron en las primeras líneas los meses más rudos conservaron la rudeza de su precaria existencia. No saben hablar a las mujeres, y alguno hubiera podido agraviarla... LEONIE. ¡Bah! ¡Figúrate ...! ¡Precisamente en mi oficio...! CIRILO. Desconocía su oficio, como usted dice. Suponía que usted era el ama de gobierno de una señora anciana... su lectora...

LEONIE. A pesar de mi profesión, yo, hijo mío, soy una buena muchacha... ¡Es que no tienes confianza con tu madrina...! Yo pensé: «¡Si me descubro, no me escribirá con tanta franqueza...!» Además, hubiera usted dejado de enviarme las golosinas y los obsequios, que yo repartía entre mis compañeros. ¡Fuí muy culpable y ahora sufro el castigo de mi disimulo...! CIRILO. ¡Soy cura...!

Le ayudaré; seré su abnegada compañera, su esclava, y le amaré tanto que acabará por ser dichoso...» Todas las noches me dormía pensando en ti y rezaba también por ti... ¡Porque sabrás que tengo sentimientos religiosos...! LEONIE. ¡...! No lo tomes a broma. Estoy segura de haberte preservado de algunos peligros. CIRILO. ¡Qué extraño...!

El sargento Cirilo Bauquet llega a París; su primer cuidado es visitar a la señora Leonie Marchesse, una persona muy amable, que lo eligió como ahijado y que durante cuatro años de guerra lo colmó de regalos y de golosinas y le escribió cartas deliciosas, muy bien compuestas, a las cuales respondió él con páginas muy elocuentes; durante la lucha le describía los duros combates, y después del armisticio le hizo la crónica de la ocupación.

Pero la guerra ha venido a confirmarla; cuando se vió lo que yo he visto, siéntese uno incapaz de severidad, si no es para consigo mismo. Aunque hubiera sabido quién era usted, no habría dejado de venir. LEONIE. ¡Es usted demasiado bueno, caballero...! Me consuela lo mejor que puede. Si yo lo hubiera sabido, jamás me hubiera atrevido a escribirle...

De esta manera comenzó nuestra correspondencia. Yo la estimulé; advertía en usted una criatura delicada y maltratada por la vida. Nos comprendimos. LEONIE. ¡Oh! ¡Te aseguro que te había comprendido...! ¡Eras tan atento y tan dulce...! Cuando tenía algún pesar, me consolabas con las palabras necesarias. Será una estupidez, pero llegué a enamorarme de ti... ¿No te disgusta que te lo confiese...?

LEONIE. ¡Hablo muy en serio...! no eres como los demás; tienes carácter. Cuando una persona es un grosero, no escribe cosas tan bellas. Por esta causa, yo había trazado mis proyectos para el porvenir: «En cuanto vuelva, saldré a su encuentro. Nos juntaremos; nos iremos a provincias, a su lindo país de Gascogne, donde estaré bien escondida. Me encargaré del cuidado de su casa.

LEONIE. Afortunadamente, di con la señora Boel, que se portó muy bien conmigo. A esta casa vienen solamente personas distinguidas, que no tienen maneras brutales y que pagan convenientemente. ¡Qué diantre...! ¡Son como parroquianos...! La casa está habitada por familias burguesas. Ninguno de los inquilinos sospecha que haya aquí una casa de citas.

LEONIE. Ahora hay algo menos que hacer, a causa de la marcha de los norteamericanos. Dentro de poco no nos quedará mas que la clientela ordinaria... CIRILO. ¡Ah...! ¿Se dedica usted a los negocios? LEONIE. ¿A qué negocios...? CIRILO. Yo creía... Acabo de ver en la puerta una placa comercial... LEONIE. Y como no me los pedías, yo no te los di.

LEONIE. ¡Cómo...! ¡Ya, en lo sucesivo, es imposible...! Además, ¿qué sería de usted si no tuviera ya la ayuda moral que mis pobres cartas le proporcionaban...? LEONIE. ¡Yo pensaba escribir a un hombre, caballero...! Me había forjado ciertas ideas... Tengo una deuda de agradecimiento para con usted, y quiero saldarla.