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El aire, los frijoles, el mamey, las enchiladas, el quitil... hasta el pulque con que se desayunaba muchos días para matar el gusanillo, todo lo de allí le caía como en su molde propio, y le abría el apetito y se convertía en substancia apenas engullido. Deploraba su gordura solamente por lo que la molestaba para sus quehaceres domésticos, pues para andar por la calle tenía volanta.

Cuando llegamos a la estación de Doncaster, a la cual nos dirigimos desde Londres sin parar, tomamos una volanta y nos encaminamos por el ancho camino real, cubierto de nieve, que atraviesa por Benttey, recorriendo unas seis millas o más, hasta que, después de orillar el parque de Owston, nos encontramos de pronto sobre las Encrucijadas, donde se levantaba la solitaria y vieja casa, tal como la fotografía la representaba.

Salí de la pieza y me reuní a Mabel, que me esperaba vestida en el vestíbulo. Después de despedirse rápidamente de Isabel Wood, su antigua condiscípula, la saqué de allí, la hice subir a la volanta y con ella me volví a Chipping Norton.

Mabel le dije, sin poner atención en las palabras del rufián, pero retrocediendo para permitirle que pasara, póngase su saco, hágame el favor. Afuera me espera una volanta. El bribón intentó hacer un movimiento para impedirle salir de la habitación, pero en el acto mi mano cayó pesadamente sobre su hombro, y en mi cara leyó mi determinación.