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Actualizado: 29 de junio de 2025


Ningún dramaturgo había llegado á la gloria antes que él; cuando iba por los «boulevards», el público se detenía paria verle pasar; los autores le espiaban, le imitaban; diariamente la Prensa hablaba de él; hasta los mueblistas y los sastres explotaron la popularidad sin fronteras del poeta: hubo «sillones Rostand», «chalecos Rostand», corbatas y cuellos «á lo Rostand». Aquel nombre glorioso, repetido por millones de labios, volaba por los hilos del telégrafo de un continente á otro y llenaba el mundo: hasta las estrellas parecían saberlo.

Doce años hace que conocí á Edmundo Rostand; fué una tarde de invierno, en la redacción de Le Gaulois. Días antes se había estrenado «Cyrano», y aquel éxito, sin precedentes en la historia del teatro, parecía ceñir á la figura delicada del joven autor un halo de oro y de luz. Un apretado grupo de literatos y periodistas rodeaba al poeta.

La obra, efectivamente, triunfó; el primer acto, sobre todo, risueño, pintoresco, rebosante de frescura y de elegante frivolidad, hipnotizó al público; á cada verso de «Sylvette» ó de «Straforel», contestaban los espectadores con un aplauso. Julio Claretie, el verdadero «descubridor» de Rostand, reventaba de gozo. Esto ocurría en la Comedia Francesa la noche del 21 de Mayo de 1894.

La Prensa, que quería ver á Rostand más cerca de Regnard que de Ibsen, maltrató á «La princesa lejana». Pero ello no bastó para que su autor, que parecía complacerse en pulsar y examinar minuciosamente todos los registros variadísimos de su inspiración, estrenase dos años después «La Samaritana». A pesar de sus innegables bellezas líricas, esta obra, que el poeta calificaba de «evangelio en tres cuadros», gustó poco.

Habla después del hijo: «es el mejor estudiante de derecho; saca siempre diez puntos y, socialmente, es de lo más fino, de lo más culto y muy amigo de sus amigos». Para la niña, para la hija del estanciero y hermana del futuro jurisconsulto que eclipsará un día la gloria de Justiniano, tiene el «tramitador» palabras justamente ponderativas: «es una monada; muy linda; toca el piano admirablemente; habla francés como una francesa y recita versos de Rostand; interesantísima la muchacha». El «tramitador» tiene también unos conceptos oportunos para la señora, para la consorte del terrateniente: «es muy sencilla, muy buena y muy caritativa». Por último resume así las condiciones de toda la familia: «gente de lo más bien».

De pronto las conversaciones cesaron: ¿por qué?... Lentamente, muy orondo, muy teatral, el mirar impertinente y dominador, un gallo se acercaba... «¡Chantecler!»... pensó Rostand. Y ya no vaciló: la obra estaba hecha.

El paisaje, rudo y tranquilo, tiene una majestad religiosa: á un lado, el terreno deriva en ondulaciones suaves hacia Bayona; al otro aparecen los Pirineos, con sus lomas nevadas, y la vecindad de Roncesvalles habla al «turista» de heroísmos centenarios. El mismo Rostand dirigió y compuso la arquitectura, á trozos vasca y á trozos bizantina, de su hotel.

Rostand le recibe, y sus grandes ojos, pensativos y dulces, reflejan melancolía profunda. No puede usted ver á Edmundo dice; Edmundo está enfermo. El insigne comediante explica su deseo, ruega, se exalta, llega á la cólera, y al fin, consigue su propósito. Rostand se muestra abatido, y le estrecha las manos fríamente. Mi obra, en efecto declara, está terminada. Puse en ella toda mi alma.

Así fué; al mes siguiente, Edmundo Rostand, que trabaja muy de prisa, cumplía lo ofrecido, entregando á Claretie el manuscrito de «Les Romanesques». El poeta leyó su obra ante el Comité; la lectura duró una hora y quince minutos. Transcurrieron varios días sin que el fallo de aquél se conociese; molestado en su amor propio, Rostand reclamó de Claretie una contestación categórica.

Este malestar fué en aumento: Le Bargy, Féraudy, Leloir, Laugier... todos aconsejaban á Rostand que retirase su obra; aun era tiempo; ¿para qué ir á un fracaso que tantos comediantes experimentados y meritísimos estimaban seguro?... El poeta llegó á creer que se había equivocado, y que sus amigos los actores tenían razón. Mlle.

Palabra del Dia

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