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Al acercarse a su mujer se le ocurrió recordar al moro de Venecia, de cuya historia sabía por la ópera de Rossini; , él era Otello y su mujer Desdémona... sólo que al revés, es decir, él venía a ser un Desdémono y su esposa podía muy bien ser una Otela, que genio para ello no le faltaba. Lo principal, por lo pronto, era averiguar si dormía.

La casera y el administrador cotorrearon otro poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la puerta. «Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no mama?» «Pues ahora están los dos callados... Paice que duermen». «Pues silencio.

D. Leandro, por su parte, sacando del bolsillo la flauta hecha pedazos, y uniéndolos después con esmero, y templándola con pausa, principiaba a atormentar a Rossini y Mercadante, aunque más tímidamente y confesando su indignidad. Los chicos se reunían en torno de uno o de otro, según sus aficiones; pero los más preferían los ejercicios gimnásticos del capellán.

Aquella infracción de la aritmética parecíale una cosa muy grave. «Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...». Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz: «Rossini, diez reales: le tocan mil doscientos cincuenta».

En España, estábamos saturados, desde los tiempos de Palestrina, de género italiano, y la música alemana y la francesa no llegaron a nosotros. Fuimos primeramente fuguistas y contrapuntistas, y después del Stabat mater de Rossini, nos dimos tal atracón de melodía teatral, que no nos han quedado ganas de gustar un nuevo plato.

Por más que el gran Rossini sostenga que aquel día oyó la misa con devoción, yo no lo creo. Es más; se puede asegurar que ni cuando el sacerdote alzaba en sus dedos al Dios sacramentado, estuvo Plácido tan edificante como otras veces, ni los golpes de pecho que se dio retumbaban tanto como otros días en la caja del tórax. El pensamiento se le escapaba hacia la liviandad de las compras, y la misa le pareció larga, tan larga, que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza, que se menease más. Por fin salieron la señora y su amigo.

Presenció el tercer acto de Otelo, aquel terrible acto cuya música parecía ser digna continuación del Dies iræ de la mañana, en la que Rossini parecía completar a Thalberg; y al llegar a la escena en que el moro se suicida después de asesinar a Desdémona, tan en serio tomó la tragedia que estuvo a punto de gritar como Aria a Petus: ¿Verdad, Otelo, que no hace daño?

Desde su asiento al extremo de la mesa, Estupiñá la flechaba con sus miradas, siempre que corrían de boca en boca elogios de aquellos platos tan ricos y de la variedad inaudita de pescados. El gran Rossini, cuando no miraba a su ídolo, charlaba sin tregua y en voz baja con sus vecinos, volviendo inquietamente a un lado y otro su perfil de cotorra. Nada ocurrió en la cena digno de contarse.

A los diez años Rossini iba con su padre de segundo; luego cantó en los coros hasta que se quedó sin voz; y a los veintiún años era el autor famoso de la ópera Tancredo. Entre los pintores y escultores han sido muchos los que se han revelado en la niñez. El más glorioso de todos es Miguel Ángel.