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Actualizado: 22 de junio de 2025


Se trataba de persuadir a un banquero de aquella población, para que no enajenase las acciones que tenía, en un embarcadero de Sarrió, a cierto individuo del Camarote, como se decía. En todo caso, que se las cediese por el mismo precio a don Rosendo. Hacía ya dos días que estaba allá.

Y cuenta que de algún tiempo acá, el señor Rosendo no fabricaba barquillos sino en casos de gran necesidad, porque el fuego le inyectaba la tez, le arrebataba y sofocaba todo. Pero allí estaba Chinto para dar vueltas a la noria, y ser panacea universal de los males domésticos y comodín servible y aplicable a cuanto se ofreciese.

Don Rosendo, poseído de vivo dolor, no quiso ver el cadáver de su hijo político. Se encerró en su cuarto; pero dispuso que se le colocase en el mejor salón de la casa sobre una mesa cubierta de terciopelo, que se trajesen de todas partes flores y coronas, y se preparase un entierro suntuoso.

Mas el sosiego de éste era aparente, y sólo para vengarse del de don Segis. En realidad, su herida manaba sangre todavía. Así, que no tardó en realizarse la conciliación, poniéndose ambos con inusitado ardor a quitar el pellejo a todos y a cada uno de los que escribían en el «papelucho de don Rosendo», principiando por éste, su ilustre fundador, y concluyendo por el dueño de la imprenta.

¡Era la madre de los pobres! ¡Nunca hubo puerta de más caridad! ¡Dios nuestro Señor la llamó para y la tiene en el Cielo al lado de la Virgen Santísima! ¡Era la madre de los pobres! La cocina, en la casona de Flavia-Longa. Don Rosendo, Don Mauro y Don Gonzalito, se desayunan con migas y buen vino, al amor de la lumbre.

Venturita, sentada ya, se atracaba de aceitunas, tirando los huesos a su hermana y haciéndole guiños provocativos, mientras ésta, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, se llevaba el dedo a los labios pidiéndole discreción. Don Rosendo había ido a ponerse la bata y el gorro, sin los cuales le habría hecho daño la cena.

A pesar de todas las razones que don Rosendo alegó para retenerle, haciéndole presente que la casa era capaz para recibir a los nuevos huéspedes, el disgusto que a él y toda su familia iba a ocasionarles aquella tan inopinada marcha, etc., etc., el Duque se mostró inflexible.

Con quien primero tropezó fué con éste, quien le recibió con alguna confusión y vergüenza, como si el pobre tuviese alguna parte en la desgracia que pesaba sobre Gonzalo. Don Melchor estuvo un poco frío con él, no intencionalmente, sino por el anhelo que tenía de ver a su sobrino. Don Rosendo le condujo hasta la puerta de su cuarto, y allí le dejó. El señor de las Cuevas llamó con los nudillos.

Los dignos individuos que con la lengua de metal rendían tributo de admiración y entusiasmo a los redactores del Faro, fueron obsequiados por éstos con vino de Rueda y cigarros. La alegría rebosaba de todos los pechos y se desbordaba en abrazos tan fuertes como espontáneos. Don Rosendo abrazaba a Navarro, Alvaro Peña a don Rudesindo, don Rufo a Sinforoso, y don Pedro Miranda al impresor Folgueras.

El Duque ofreció su brazo a doña Paula y se trasladaron todos al comedor. Esta ocupó el sitio preferente por indicación previa de su hija. El Duque se colocó a su derecha; don Rufo a su izquierda; los demás se fueron sentando sin orden: Venturita a la derecha del egregio huésped, después Alvaro Peña, Cosío, Pablito, don Rosendo. Gonzalo al lado de Cecilia.

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