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Actualizado: 1 de junio de 2025
Herida en lo más vivo de su orgullo por aquella diplomacia fría, protectora, insultante que en su sentir respiraban las palabras de su antiguo amante, vomitaba la rabia de su corazón sobre la hija.
Las fuentes guardaban todavía sus barbas de hielo; la tierra se desmenuzaba bajo el pie con un crujido de cristal; las charcas tenían arrugas inmóviles; los árboles, negros y dormidos, conservaban sobre el tronco la camisa de verde metálico con que los había vestido el invierno; las entrañas del suelo respiraban un frío absoluto y feroz, semejante al de los planetas apagados y muertos... Pero ya la primavera se había ceñido su armadura de flores en los palacios del trópico, ensillando el verde corcel que relinchaba con impaciencia: pronto correría los campos, llevando ante su galope en desordenada fuga á los negros trasgos invernales, mientras á su espalda flotaba la suelta melena de oro como una estela de perfumes.
Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.
Su cuenca estaba minada por fuegos subterráneos, que buscaban salidas extraordinarias por el Vesubio y el Etna y respiraban continuamente por la boca del Stromboli. Alguna vez estos hervores plutónicos elevaban el suelo, haciendo surgir, como tumores de lava, nuevas islas sobre las olas. En su seno existía doble cantidad de especies animales que en los otros mares, aunque menos numerosas.
Las luces, el humo del tabaco, el aliento de los centenares de personas allí reunidas, formaban una atmósfera espesa donde sólo respiraban bien los seres adaptados a ella desde largo tiempo. El violín exhalaba sus notas arrastradas, lamentables, quejándose siempre de un dolor tan amargo como misterioso.
Respiraban tal vivo entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la escéptica juventud del día.
Por las tardes llegaba al castillo como antes al Zarzal, con la sotana remangada, la teja bajo el brazo y la melena al viento. Reanudamos nuestras charlas, discusiones y disputas. Me parecía que el tiempo andaba con pies de plomo, y las cartas de Juno que respiraban la más completa felicidad, no eran a propósito para darme paciencia.
Sus terrazas, sus largos balcones, estaban ocupados por hombres que tomaban el sol; hombres cuya cabeza era una bola blanca, ceñida de vendajes que sólo dejaban visibles los ojos y la boca; hombres incompletos, como esbozos escultóricos, sin una pierna, sin un brazo; otros, tendidos, inmóviles, amputados, lo mismo que los cadáveres en la sala de disección, pero que todavía respiraban.
Un mes después, la duquesa de Gandía recibió por un correo expreso una larga carta del duque de Osuna. El poderoso grande estaba completamente satisfecho de su hijo y de su esposa, que se amaban con toda su alma y eran felices. A la carta de Osuna acompañaban una de don Juan y otra de doña Clara. Aquellas cartas respiraban felicidad.
Los pechos respiraban con menos fuerza; los cuellos se estiraban para ver mejor sobre el hombro vecino; algunas mujeres permanecían sobre un pie nada más, echando atrás el otro, como bailarinas que se inclinan para tocar el suelo con las manos.
Palabra del Dia
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