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Actualizado: 7 de junio de 2025
Mas arriba hay partes de mucha agua, y con la misma creciente alcancé á remontar cerca de tres leguas: es á decir, que lleguè en frente de unas salinas, que pocos dias antes reconocí por tierra, las que podrán quedar á dos leguas y media del arroyo.
Aquello me indignó; pero mi indignación se trocó en asombro y en un sentimiento indefinible, mezcla de respeto, de pena y de miedo, cuando observando atentamente las facciones mutiladas de aquel cadáver, reconocí en él a mi tío... Cerré los ojos con espanto, y no los abrí hasta que el violento salpicar del agua me indicó que había desaparecido para siempre ante la vista humana.
Luego reconocí que, en efecto, nuestros destinos eran paralelos, muy próximos, pero inconfundibles; que era necesario vivir uno al lado del otro y separados, y que todo estaba concluido para mí. Entonces me perdía en hipótesis: emanaba de ellas un repetido «¿Quién sabe?» con todo el alcance de una tentación. Y a esa condicional replicaba mi conciencia: «¡No, eso no será nunca!»
Había también en su interior una tira más pequeña de papel de arroz con dos caracteres exóticos, trazados con tinta china, en los que reconocí inmediatamente la tarjeta de visita de Hop-Sing. La traducción de todo aquello era la siguiente: «Las puertas de mi casa no están cerradas para el forastero; el jarrón de arroz está a la izquierda y los dulces a la derecha de la entrada.
A la luz de quien le había abierto, reconocí á don Francisco de Quevedo, y como don Francisco de Quevedo es muy amigo del señor Juan Montiño, me dije: esperemos; por algo viene aquí don Francisco, que no acostumbra á perder el tiempo. Salió don Francisco y yo le seguí. Don Francisco se fué derecho á vuestra casa y llamó. Abriéronle y preguntó por vos. Dijéronle que habíais salido.
Escondido tras uno de los pilares vi descender de los coches y subir pausadamente a las personas que eran esperadas, y al mirar al diplomático, que cargaba en sus brazos a una mujer para bajarla del carruaje, reconocí a la monjita de Córdoba.
La doctora reía, pero á continuación de mis burlas aseguraba lo mismo: «Te estás enamorando de ese hombre; ese don José te interesa. ¡Cuidado, Carmen!» Y lo raro era que no le pareciese mal mi enamoramiento, siendo enemiga de toda pasión que no sirve directamente á nuestros trabajos... Decía verdad: estaba enamorada. Lo reconocí la mañana en que tuve el deseo imperioso de ir al Acuario.
Volví a ver en el recuerdo mil cosas de ella que me eran ignoradas o que no me habían impresionado, ciertos gestos que sin ser nada resultaban encantadores, reconocí llena de gracia la costumbre que tenía de retorcerse la cabellera sobre la nuca y atarla por medio formando negro haz.
Era una celda de ermitaño, como tantos otros sitios antiguos de retiro y contemplación que hay en la vieja Italia, y acto continuo, al pasar por delante de las rocas y descender cautelosamente por la senda, abriose la puerta, y salió de la ermita un monje, en el que reconocí, con gran sorpresa mía, al corpulento y barbudo capuchino, fray Antonio.
Y me puso ante los ojos dos retratos. Uno de ellos me era completamente desconocido, pero el otro lo reconocí en el acto. Este es mi viejo amigo Reginaldo Seton exclamé, que también era amigo de Blair. No declaró el monje, en un tono duro y significativo, no su amigo, señor... su más terrible enemigo.
Palabra del Dia
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