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Actualizado: 7 de junio de 2025


Halléme desocupado; y así reconocí por obligacion el salir á su defensa; si esta ha sido bastante no lo puedo asegurar, porque las armas, que son las antiguas memorias y autores, con que me opuse, andan tan confusos y faltos, que apenas me dieron el socorro necesario.

Recuerdo que me chocó el olor a gas que denunciaba una ciudad en la cual se vivía de noche lo mismo que de día, y la palidez de los rostros que no parecían sino de enfermos. Reconocí en aquel matiz el de Oliverio, y comprendí mejor que antes que tenía distinto origen que yo.

Quise correr para echar de la casa a la persona que hacía tanto ruido, pero, al abrir la puerta, me tropecé con ella. A la primera mirada reconocí esa cara colorada e hinchada, esos ojillos perversos. ¡Quién podía ser sino ella, la mejor de todas las tías y de todas las madres! ¡Al fin exclamé para mis adentros, al fin voy a verte de frente, mis ojos en los tuyos!

Pero por dentro era de acero trenzado, y dejándolo caer sobre mi hermoso tiro, nos pusimos en marcha. ¡Lo que tardamos en remontar esa cuesta á través de la muchedumbre! Los extranjeros me aclamaban. Se oía como un interminable abejorreo el crujido de las máquinas fotográficas. Todos querían llevarse la imagen del rey del mundo. Reconocí por sus caras tristes á los vecinos de la ciudad.

Al pasar por el Convento reconocí al P. Solis que sabía muy tranquilo, embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lo mismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y el sombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin... ¡la Casa de Diligencias!

Pero antes tengo que asegurarle las muñecas con este precioso par de brazaletes... ¡Era Dechard, cuyo acento inglés reconocí al instante! ¿Desea Vuestra Majestad darme alguna orden antes de separarnos?

¿Qué busca, doctor? dijo una voz a mi izquierda, que reconocí por la de uno de mis compañeros de viaje. ¡Psit! Trato de echar mano a este maldito gallo que no nos deja dormir y retorcerlo el pescuezo. Pido a usted mil perdones, señor, pero la culpa la tiene mi muchacho, a quien encargué anoche me colocase el gallo en sitio seguro; el animal lo ha traído aquí. ¡Ah! ¿con qué es suyo?

No quisiera acabar mi artículo sin advertir que reconocí en el baile al famoso prestamista, y en los hombros de su mujer el chal magnífico que llevaba tres Carnavales en el cautiverio; y dejó de asombrarme desde entonces el lujo que en ella tantas veces no había comprendido.

Cuando llegué al postigo, aquel hombre, á quien reconocí á la luz de la luna y que era el mismo soldado que durante algunos días había estado de aposento en nuestra casa, había puesto á Margarita sobre el arzón de su caballo, había montado y había partido.

Retirado el puente, todo quedó tranquilo. El reloj dio la una y cuarto, y yo me desperecé, bostezando. Habían transcurrido diez minutos, cuando un ligero ruido a mi derecha. Miré por encima del tubo y vi una sombra, la vaga silueta de un hombre, en la puerta que daba al puente. Reconocí la gallarda apostura de Ruperto. Tenía una espada en la mano y permaneció inmóvil algunos momentos.

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