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Actualizado: 19 de junio de 2025
A los pocos días de entrar en la escuela entablé amistad con dos chicos que han seguido siendo amigos míos hasta ahora: el uno, José Mari Recalde; el otro, Domingo Zelayeta. José Mari era hijo de Juan Recalde, el Bravo. Llamaban así a su padre por haber demostrado, repetidas veces, un valor extraordinario; José Mari iba por el mismo camino: se mostraba arrojado y valiente.
De pronto, tras de un golpe furioso de viento, salió el sol, iluminando con una luz cadavérica el mar lleno de espuma y de color de barro. Con aquella claridad de eclipse vimos entre las olas la lancha que intentaba acercarse a la goleta encallada. ¿Es tu padre el que va de patrón? le pregunté yo a Recalde. No, es Zurbelcha me dijo él.
Encontraba algo absurdo que un simple marinero desdeñara a una muchacha como Genoveva; pero no quise discutir con Mary. Días después era la Exaltación de la Santa Cruz, y había romería en Aguiró, un monte próximo a Lúzaro. Fuimos Mary, la mujer de Recalde con su hijo y Genoveva con toda la chiquillería de Urbistondo.
De vivir hoy, ¡cómo se hubiera indignado la buena señora con las ideas del médico joven que tenemos en Lúzaro! Este médico es hijo de un camarada de mi infancia, del piloto José Mari Recalde.
Recalde, que las miraba desesperadamente, vió una especie de plataforma, que seguia formando una cornisa, a unos tres metros de altura sobre el agua. Nos acercamos a ella. A ver si cuando estemos cerca puedes saltar arriba me dijo Recalde. Era imposible; no había saliente donde agarrarse y el bote se movía. ¿Si echáramos el ancla? me preguntó mi compañero. ¿Para qué?
En este punto de la independencia infantil se va ganando terreno velozmente, y yo fuí avanzando en mi camino, con tal rapidez que llegué en poco tiempo a gozar de completa libertad. Muchas veces dejaba de ir a la escuela con Zelayeta y Recalde.
Aquí debe haber mucho fondo contesté yo. Me acordaba de lo que decía Yurrumendi. ¿Qué hacemos entonces? ¿Salir de este agujero? preguntó. Recalde estaba deseándolo. Echa el ancla ahí arriba, a ver si se sujeta le dije yo, indicando aquella especie de balcón. Lo intentamos, y a la tercera vez uno de los garfios quedó entre las piedras. Subí yo por la cuerda a la plataforma, y después él.
Al exponer mi plan a Zelayeta y a Recalde les produjo a los dos entusiasmo y asombro. Decidimos esperar a que cesaran las lluvias; tuvimos que aguardar todo el invierno. Las fantasías que edificamos sobre el Stella Maris no tenían fin, lo pondríamos a flote, llevaríamos a bordo el cañón enterrado en la cueva próxima al río, y nos alejaríamos de Lúzaro disparando cañonazos.
Lo buscamos, y lo vimos flotando a poca distancia. Vamos, baja me dijo Recalde. Me descolgué, un poco emocionado. La posibilidad de ir a explorar la gran sima negra de que hablaba Yurrumendi se iba haciendo cada vez mayor. Me veía como aquel marinero del Stella Maris, que el mar había arrojado a una peña, con la cara carcomida y sin una mano.
Recalde me confesó que pasó momentos de miedo terrible en aquella maldita cueva. Yo intenté convencerle de que dentro de ella no habia nada extraordinario mas que juegos de luz y de sombra. La fila de troncos de árbol que habia en el camino indicaba que por allí se habian hecho desembarcos de armas o de contrabando en otras épocas.
Palabra del Dia
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