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Actualizado: 19 de mayo de 2025
Al día siguiente Recalde fué a su casa a las siete, y pidió la cena. No está la cena le dijo su mujer. ¿Cómo que no está la cena? Ayer mandé que para las siete estuviera la cena. Sí; pero la chica no puede hacer la cena hasta las ocho, porque tiene que estar con el niño. Pues se le despide a la chica. No se le puede despedir a la chica. ¿Por qué?
Zurbelcha seguía inclinado sobre su remo y la lancha avanzaba hacia el puerto. Quedaba otra dificultud: el pasar la barra. Recalde, Zelayeta y yo llegamos a la punta del muelle en este momento. El atalayero, desde las rocas, fué dando instrucciones con la bocina a Zurbelcha, y la lancha pasó sin dificultad. Poco después los náufragos estaban en tierra firme.
Yo me acordaba de las fantasías de Yurrumendi acerca de la sima que hay en aquel sitio en el mar, y me veía bajando al insondable abismo con una velocidad de veinticinco millas por minuto. A pesar de las seguridades de Recalde, el cielo no aclaraba; por el contrario, iba quedando más turbio, más gris; había pocas traineras y lanchas de pesca fuera del puerto.
Echadme trozos de cuerda dijo Recalde. Le echamos todos los que pudimos encontrar, y fue rellenando la abertura hasta cerrarla por completo. Como las cuerdas estaban empapadas en brea, servían muy bien. Después, cuando concluyó de cerrar la vía de agua, dijo: Dadme la ropa. Le echamos la ropa, y se fue vistiendo despacio.
Escribí a Burdeos diciendo que tardaría en volver algo más de lo que había prometido. Todos los días esperaba a Mary después de que ella concluía su trabajo, y paseábamos juntos, solos o en compañía de Cashilda la de Recalde. Nos sentábamos en el Rompeolas y veíamos cómo el mar se agitaba entre las peñas. Algunos amigos me dijeron que Machín me espiaba.
Mary me preguntó adónde iba a llevarla; le dije quién era la mujer de Recalde y cómo vivía; luego me interrogó acerca de lo que pensaba hacer yo; le expliqué cómo tenía que embarcarme, lo que ganaba, cuándo volvería, todo. Hablamos muy seriamente largo rato. Al cabo de algún tiempo cesó de llover y salimos de la cueva.
Me habló también, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en más de cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp, muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna, batiéndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la escuadra poderosa del almirante inglés Vernon en Cartagena de las Indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de Gaztañeta.
Los tres aventureros reunidos volvimos a Lúzaro, cansados, destrozados. En mi casa no pude ocultar la aventura; tuve que contarlo todo. Mi madre y la Iñure se hacían cruces. ¡Qué chico! ¡Qué chico! decían las dos. Desde aquel día Joshe Mari Recalde comenzó a mirarme con gran estimación. El no haberme asustado tanto como él en la cueva del Izarra le parecía, sin duda, una gran superioridad.
Todo el día y toda la tarde estuve en compañía de Mary. Por la tarde, después de comer, cuando fuí a casa de Recalde a buscar a mi novia, me encontré con Quenoveva. Le pregunté por su padre, el gran Urbistondo, y por toda la chiquillería, y, aunque ella se oponía y se ruborizaba, la abracé efusivamente. A Mary no le hizo mucha gracia el abrazo que di a su amiga, pero se le pasó pronto el enfado.
El Cachalote, abandonado ya, lleno de agua, comenzó a marchar hacia el fondo de la gruta, dió en una piedra y se hundió rápidamente. Yo me adelanté unos metros. La cornisa en donde estábamos se continuaba siempre con aquel tronco de árbol carcomido en el borde. Vamos a ver si de aquí se puede salir a algún lado dije yo. Vamos repitió Recalde, tembloroso.
Palabra del Dia
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