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Garmendia no se atrevía a mostrarse francamente volteriano, y procedía en la conversación con insidia, por frases sueltas, por observaciones al parecer cándidas. Los que más se indignaban con él eran dos carlistas cerrados, venidos del interior de la provincia: el uno, administrador de un título; el otro, contratista de piedras. El administrador se llamaba Argonz; el contratista, Echaide.

Es una lástima les dijo una vez Garmendia que los vascongados, a pesar de ser tan religiosos, sean tan borrachos. ¡Mentira! exclamó Echaide, poniéndose rojo de indignación . El pueblo vascongado es un pueblo honrado, y los que le denigran son indignos de pertenecer a él. Son unos canallas añadió Argonz, con los ojos fuera de las órbitas.

¿Qué importa que un hombre sea bueno o malo, si no es cristiano? preguntaba Echaide, furioso. Hombre, importa. No importa nada replicaba el otro . Nada. Si no va a misa, no se puede salvar. Garmendia les mortificaba continuamente. Lo mismo Echaide que Argonz eran muy aficionados a la sidra y al chacolí, y a toda clase de licores.

Me habló también, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en más de cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp, muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna, batiéndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la escuadra poderosa del almirante inglés Vernon en Cartagena de las Indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de Gaztañeta.