Vietnam or Thailand ? Vote for the TOP Country of the Week !
Actualizado: 19 de mayo de 2025
Por dar una opinión tan sensata y desapasionada, fuí calificado de pancista y de pastelero. Si hubiese sido ya antropólogo entonces el hijo de Recalde, hubiera encontrado, probablemente, que todos ellos tenían la cabeza redonda y que por eso eran tan absolutistas y violentos. Mi madre quería que, aprovechando mi licencia, me casara.
A veces, un golpe de mar violento hacía estremecerse a todo el barco, y, entonces, los hierros y argollas, la rueda del timón y la obra muerta, rechinaban como con una protesta de malhumor. ¿Podremos salir de aquí sin tomar el canal por donde hemos entrado? pregunté yo. Con la marea alta saldremos más fácilmente dijo Recalde. En esto oímos un crujido fuerte. ¿Qué pasa? nos preguntamos los tres.
Un día estaba haciendo los preparativos para zarpar, cuando recibi la visita del capitán de la goleta Dama Zuri, que me traía una carta de recomendación de mi amigo Recalde. La Dama Zuri era una goleta de tres palos, blanca como una gaviota y airosa como un cisne.
Las nubes, al pasar por el cielo aclarando u obscureciendo la boca de la cueva, cambiaban aparentemente la forma de las cosas. Era un espectáculo de pesadilla, de una noche de fiebre. El mar hervia en el interior de aquella espelunca, y la ola producía el estruendo de un cañonazo, haciendo retemblar las entrañas del monte. Recalde estaba aterrado, demudado.
Desde que supimos esto, la cueva nos imponía algún respeto. A pesar de ello, yo propuse que quemáramos la maleza del interior. Si estaba la Egan suguia se achicharraría, y si no estaba, no pasaría nada. A Recalde no le pareció bien la idea. Así se consolidan las supersticiones. La parte alta del Izarra era imponente.
Seguimos avanzando y salimos debajo de una chimenea inclinada que formaban dos lajas de pizarra. Quedaban restos de tramos de una escalera. Recalde, más ágil que yo, trepó hasta arriba, y yo subí después de él, ayudándome de la cuerda. Estábamos entre las rocas del Izarra; nos faltaban unos metros para llegar hasta el camino del acantilado.
Fuimos bordeando algunas rocas de la entrada de la cueva: extraños y fantásticos centinelas. Recalde, en el fondo mucho más supersticioso que yo, no quería mirar. Cuando le insté para que contemplara el interior de la gruta, me dijo rudamente: ¡Déjame! Yo, al ver aquella decoración, comencé a perder el miedo. Miraba con una curiosidad redoblada.
¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay hice, contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el Camposanto de Lúzaro. Recalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica.
Una mañana de otoño, tendría yo entonces catorce o quince años, vino Recalde, antes de entrar en clase en la Escuela de Náutica, y nos llamó a Zelayeta y a mí. Una goleta acababa de encallar detrás del monte Izarra, cerca de las rocas de Frayburu. Recalde el Bravo, padre de nuestro camarada Joshe Mari, y otro patrón, llamado Zurbelcha, habían salido en una trincadura para recoger a los náufragos.
Recalde, que forcejeaba para abrir la escotilla de popa, llegó a conseguirlo y desapareció por ella. ¿Se puede andar por ahí? le preguntamos. Sí, hay agua; pero se puede andar. Bajamos los tres y registramos el camarote principal, la despensa y la bodega, anegados. No encontramos nada; solamente Zelayeta halló un devocionario en francés, impreso en Quimper, que se lo guardó.
Palabra del Dia
Otros Mirando