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Lo buscamos, y lo vimos flotando a poca distancia. Vamos, baja me dijo Recalde. Me descolgué, un poco emocionado. La posibilidad de ir a explorar la gran sima negra de que hablaba Yurrumendi se iba haciendo cada vez mayor. Me veía como aquel marinero del Stella Maris, que el mar había arrojado a una peña, con la cara carcomida y sin una mano.

Eran tres, e introduciendo la mayor en la cerradura de la puerta que conducía a la prisión del Rey, vi que giraba sin dificultad. ¡La puerta estaba abierta! Entré, y cerrándola tras con el menor ruido posible, retiré la llave y la guardé en el bolsillo. Me hallé en lo alto de una escalera de piedra, alumbrada débilmente por una lámpara de aceite. Descolgué ésta y permaneciendo inmóvil, escuché.

¡Federico! se cogió mi mujer a mi brazo. Pero la situación podía tornarse muy crítica si esperaba a que el animal entrara, y encendiendo la lámpara descolgué la escopeta. Levanté de lado la arpillera de la puerta, y no vi más que el negro triángulo de la profunda tiniebla de afuera.

Entretanto decía Parrón á los suyos, señalando al segador: Ahora podéis robarlo. Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste. Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba á merendar dándome la espalda, me alejé poco á poco del árbol y me descolgué al barranco próximo... Ya era de noche.