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Actualizado: 20 de junio de 2025


Acercó su cara morena y larga, de levantino, de ojos grandes, azules, húmedos, apasionados y rientes, de bigote brillante y barba puntiaguda y algo rizada, fina, sedosa, al rostro de Emma, encendido, casi asustado; fijó la mirada desfachatada y alegre en los ojos de la dama, y hasta se permitió, para ver mejor, mover un poco un candelabro del piano, de modo que la luz llenase las facciones que examinaba como absorto.

Todos los productos del país eran naranjas cortezudas, limones y estos olivares, muy hermosos, muy decorativos, pero que producen una aceituna pequeñísima, puntiaguda, toda hueso. ¡Al lado de las nuestras de Andalucía, profesor!... Ahora hay en la Costa Azul millonarios hijos del país, que no han hecho mas que vender los pobres campos de sus abuelos.

Entre la fábrica de aserrar y la primera hoguera, en la compuerta de la esclusa, se hallaba sentado el zapatero Jerónimo de San Quirino, un hombre de cincuenta a sesenta años, de cara larga y curtida, ojos hundidos, nariz gruesa, orejas cubiertas con un gorro de piel de nutria y barba rubia y puntiaguda que le llegaba hasta la cintura.

Azorín, alto, inquieto, nervioso, vestido de negro, con un bastón que lleva diagonal, cogido cerca del puño a modo de tizona; Sarrió, bajo, gordo, pacífico, calmoso, con su chaleco abierto y su gran hongo de copa puntiaguda. Yo no si en Alicante habrán reparado en estas dos figuras magnas; acaso no. Los grandes hombres suelen pasar inadvertidos.

Era alto, más que el de Caórnica; de luenga y puntiaguda barba blanca, moreno de color, de nariz muy prominente y aguileña, ojos pequeñitos y verdes y cejas erizadas y blanquísimas; la cabeza cubierta con un alto gorro cilíndrico de piel de nutria, y todo el cuerpo, hasta los pies, con un capotón de paño ceniciento. Parecía un mago.

El militar, al detener con un vigoroso esfuerzo el movimiento agresivo de Chaleco contra Elías, se rozó la mano izquierda con la extremidad puntiaguda de la empuñadura de la navaja que el mozo llevaba en la faja. Esta rozadura le levantó un poco la piel y le hizo derramar alguna sangre. El militar se envolvió la mano en un pañuelo, y con la derecha tomó el brazo del viejo.

Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado de aquel tesoro.

Luschía, el jefe, era uno de los tenientes del Cura y además capitaneaba su guardia negra. Sin duda, gozaba de la confianza del cabecilla. Era alto, huesudo, de nariz fenomenal, enjuto y seco. Tenía Luschía una cara que siempre daba la impresión de verla de perfil, y la nuez puntiaguda. Parecía buena persona hasta cierto punto, insinuante y jovial.

Esta fuerza era el dios de don Policarpo. Por él se jactaba de estar poseído y de ser energúmeno. Para hacer milagros por su medio y en su nombre no tenía don Policarpo vara de virtudes; pero, en cambio, tenía una recia, puntiaguda y larguísima uña en el dedo meñique de la mano derecha, la cual uña le servía de ordinario como mondadientes.

Pelirroja y pecosa, descarnada y puntiaguda de hocico, llamábanle en el taller la Comadreja, mote felicísimo que da exacta idea de su figura y ademanes. Bien sabía ella lo del apodo; pero ya se guardarían de repetírselo en su cara, o si no.... Ana tenía por verdadero nombre, y a pesar de su delgadez y pequeñez, era una fierecilla a quien nadie osaba irritar.

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